Había reservado esas vacaciones después del peor episodio de salud mental que había tenido en años. Mi psiquiatra dijo que viajar puede ser como medicina geográfica. Cuando está atrapado en su mente, es probable que se sienta atrapado en su cuerpo. Un nuevo entorno puede crear una sensación de libertad, lo cual le recuerda que la vida está llena de posibilidades.
El romance siempre me ha proporcionado una sensación de escape similar. Ansío la sensación envolvente de un enamoramiento, porque canaliza mis emociones hacia algo fuera de mí. En el amor, mis sentimientos son mágicos y constructivos, en lugar de dañinos y destructivos.
Antes de reservar el viaje a Roma, me encontraba, a mis 27 años, en un pozo conocido de depresión. El verano parecía no llegar nunca a Londres, y me pasaba los meses nublados siendo rechazada para empleos, bebiendo ginebra y durmiendo todo el día. Seguía conmocionada por la pandemia y me sentía perdida, deprimida y sola.
Me concentré en la única emoción que me hacía sentir bien: el amor. Durante el encierro, por fin le había dicho a uno de mis mejores amigos que estaba enamorada de él. Mis sentimientos no eran recíprocos, pero nos hicimos aún más cercanos, unidos por nuestra nueva honestidad. Mi hermano mayor, psicólogo, me dijo: “Intenta enfocarte en la realidad de la relación, más que en su potencial”.
Haciendo caso omiso de ese consejo sensato, volqué mi energía en la conexión, con la esperanza de que algún día mi amigo me quisiera como yo quería.
Cuando puso fin a nuestra amistad de forma abrupta a través de un mensaje de texto, fue peor que una ruptura. Sentí que era mi culpa: la intensidad de mis sentimientos había alejado a uno de los mejores amigos que había tenido.
El dolor se siente peor cuando es familiar, como golpear el mismo moretón una y otra vez. Deseé haberme reservado mis sentimientos.
Por primera vez en años, pensé en serio en quitarme la vida. Cuando esos pensamientos se desviaron hacia la elaboración de planes, recurrí a amigos, que intervinieron para ayudar. Sabía por experiencia que, aunque no veía el camino, la vida estaba a la vuelta de la esquina. Así que cerré los ojos, desaparecí entre recuerdos e imaginaciones y sobreviví cada día.
Tras cuatro meses de terapia y una oferta de trabajo por fin fructuosa, mi depresión empezó a remitir. Recordando las palabras de mi psiquiatra, decidí salir de Londres.
Al instante, pensé en Roma. Creía en los poderes curativos del sol, el espagueti y la Capilla Sixtina. Además, estaba la posibilidad de un romance vacacional. Solo conocía a una persona que vivía allí: un italiano serio y sensible que había conocido cuando viajé de mochilera por el sur de Europa. Habíamos tenido una breve aventura ocho años antes y no habíamos vuelto a hablar.
De forma impulsiva, le envié un mensaje en Instagram. Parecía entusiasmado con la idea de reencontrarnos y me imaginé una dramática relación amorosa. Pasé mis primeros días en Italia a la espera ansiosa de nuestra cita. Pero cuando canceló, me resigné al fracaso de otra fantasía romántica.
Estando en Roma sentí a la vez la afirmación de la vida y la soledad. Pasé las tardes bebiendo vino, con las gafas de sol puestas en las plazas luminosas. Visité museos de arte con paredes pintadas al fresco, sintiéndome enferma de ansiedad. Contemplé edificios antiguos mientras escuchaba canciones que me había enviado mi examigo, música que me hacía extrañarlo aún más.
En resumen, yo me había ido, pero mi depresión no
Mi dolor no era solo por un amor que había perdido o un romance no consumado. Me dolían los meses robados por los confinamientos, el tiempo que había desaparecido por la depresión, la persona que podría haber sido y el futuro que podría haber tenido.
Hacia el final de mi viaje, compré un boleto de última hora para el Vaticano. Durante el trayecto, se me antojó un café expreso. Sintiéndome inquieta, me detuve frente a varias cafeterías sin entrar. Por fin elegí un lugar y me senté en una mesa exterior que daba a la calle.
Mientras esperaba mi café, pasó mi viejo amor italiano. Se frenó, se quitó las gafas de sol y dijo mi nombre como si fuera una pregunta.
Me había olvidado mucho de él: tenía hoyuelos cuando sonreía, su pelo era color bronce, tenía que ponerme de puntitas para besar su mejilla.
Teníamos 19 años cuando nos conocimos en un club de playa de Mallorca. Nadamos, hablamos y nos besamos hasta la puesta de sol, abrazados en el mar mientras el aire se enfriaba. Me prometió que, cuando visitara Roma unas semanas después, me sacaría a pasear.
Esperaba cervezas en un hostal, pero me sorprendió cuando me recogió en su pequeño auto italiano y me regaló una docena de rosas. Bebimos prosecco en un bar al aire libre, con vistas a la ciudad antigua.
Me dijo que lo hacía sentir en el cielo y yo entré en pánico. Por aquel entonces, afrontaba mis estados de ánimo intentando reprimirlos, asustada por lo profundo que sentía las cosas.
Al día siguiente de nuestra cita, quiso llevarme a una fiesta familiar. Cuando vi su auto detenerse frente a mi hotel, me hundí en el suelo bajo la ventana, ignoré sus mensajes y fingí que no estaba en la habitación.
Una parte de mí anhelaba ese tipo de romance, pero me aterraba la idea de dejar que alguien viera mi intensidad y ser rechazada cuando no le gustara. Bromeaba con mis amigos sobre la pasión que él demostraba, diciendo: “Es demasiado”, repitiendo una crítica que a menudo se había hecho sobre mí. Me fui de Roma sin volver a verlo.
Ahora, aquí estaba, sonriendo como si no hubiera pasado el tiempo.
Nos reímos con incredulidad y se disculpó por haber cancelado. Estaba en el vecindario para asistir a una audición de actuación, y conectamos sobre los desafíos de ir tras sueños creativos.
“Paso a paso, las cosas llegarán”, me dijo.
Esa noche, nos encontramos en una plaza cubierta de vegetación y luces doradas. Sentados en el exterior de una trattoria, nos pidió un par de Aperol spritzes y espagueti. Volví a sentir la euforia que había sentido ocho años antes, pero esta vez con menos miedo. Una caída libre, después de haber estado atrapada en la tristeza estancada durante tanto tiempo.
Hablamos de nuestra primera cita en Roma. Cuando mencioné sus gestos románticos —las rosas, las palabras sinceras, el hecho de presentarse en mi hotel—, él hizo una mueca.
“Ya no soy ese chico”, dijo.
Me decepcionó; con los años, yo me había convertido en esa chica. Ya no huía de mis sentimientos, sino que los miraba con atención, los tenía cerca y me dirigía adonde me llevaran.
Después de la medianoche, nos colamos en la piscina de mi departamento y nos besamos de nuevo en el agua turquesa. Pasamos la noche juntos y, por la mañana, no encontraba uno de sus anillos. Cuando se cayó de las sábanas después de que se fuera, le envié un mensaje de texto con una fotografía.
“Quédatelo”, escribió. “Es un recuerdo”.
Pero yo no quería que fuera un recuerdo. Quería más.
Le pedí volver a vernos. Aceptó ir a cenar, pero unas horas antes canceló.
Se disculpó, culpando a una fecha límite para un proyecto musical, y me pidió que almorzáramos un día antes de mi vuelo de regreso a Londres.
No podía decidir si debía ir. Mientras deliberaba, pensé en un momento de nuestra última cita. Antes de la cena, de pronto dejó de caminar y se agachó para recoger una moneda de 1 euro que había caído entre los adoquines.
“En Italia, es una buena señal cuando te las encuentras. Siempre las recojo. No puedo evitarlo. Tengo que creer en algo”, me explicó.
Fui a nuestra cita
Nos sentamos bajo la luz del sol y él nos pidió ravioles y vino blanco. Luego, tazas diminutas de expreso seguidas de delicados vasos de limoncello helado.
Me dejé llevar por el momento, disfrutándolo exactamente por lo que era. Pasaron las horas y, al final, tuvo que irse para asistir a la fiesta de un amigo. Sabía que, si me hubiera pedido que fuera con él, esta vez, habría dicho que sí.
Pero no lo hizo. En cambio, compartimos un dulce beso y nos despedimos.
A menudo me han llamado una romántica sin remedio, pero mi remedio es la esperanza. Durante mucho tiempo, me concentré en lo que me ha quitado la intensidad de mis emociones. Pero mis sentimientos también me han dado la capacidad de imaginar vívidas posibilidades y lanzarme hacia ellas.
Confiar en que la vida puede volver a ser vasta y brillante, incluso cuando se siente tan desesperadamente oscura. Arriesgarme a salir herida incluso ante una oportunidad fugaz de amar. Creer que, algún día, alguien verá el mismo futuro hermoso que yo, y lo sentirá allí mismo conmigo.
Si tiene pensamientos suicidas, llamé o envíe un mensaje de texto al 988 para comunicarse con la Línea Nacional de Prevención del Suicidio o visite SpeakingOfSuicide.com/resources para obtener una lista de recursos adicionales.