Era este el séptimo día de nuestra navegación después de habernos embarcado en Cádiz (España) hacia nuestra gran aventura: América. En el fondo del barco iban los emigrantes pobres, hombres sencillos del campo, que a su vez querían rehacer sus vidas en el continente de los dólares. Estos emigrantes españoles habían permanecido invisibles para los pasajeros de la primera clase, pero aquella noche con Nueva York a la vista se pusieron a entonar canciones gallegas, asturianas, castellanas, leonesas y de los sanfermines en nuestra última noche en el barco, que era un pedazo de España todavía. Cantaron con tanta nostalgia sus canciones que a mí se me venían las lágrimas, y las cantaba con ellos de memoria, pues había pasado casi diez años viviendo en España, de la que nos habíamos ido por razones materiales, para ?triunfar? en América, y rehacer nuestra vida tras haberlo perdido todo en Europa, por culpa de la segunda guerra mundial.
Era el año 1947, América era rica y España muy pobre. Alemania y el resto de Europa estaban en escombros, destrozados por la guerra que había terminado dos años antes. En España los pisos eran impagables; en Alemania miles de edificios estaban en ruinas; Austria se hallaba dividida en cuatro zonas de los Aliados, y no había porvenir donde permanecían tantas lacras de la última guerra mundial y de la reciente guerra civil española. Cualquier lucha -y más si es entre hermanos- es inútil. Los límites de quiénes pertenecen a un bando y quiénes a otro, se establecen geográficamente, según las zonas, y poco o nada tienen que ver con los ideales o con la ideología de cada uno.
Los jóvenes de nuestro barco como yo habían crecido entre balas y deberían tomar partido por un bando u otro, pero ¿cómo hacerlo si hubo miembros de la familia a cada lado? Muchas personas decidieron emprender una nueva vida en América y esa noche, que recuerdo con especial emoción, entonaron, congregados en las cubiertas más bajas que la nuestra, canciones patrióticas: las jotas y los pasodobles, las coplas y el cante flamenco y yo nunca había sentido nada semejante escuchándolos ante nuestra pena común la de dejar España y nuestra tensión colectiva ante el destino incierto en el nuevo continente.
El canto de los emigrantes salía de la grieta en el fondo de sus almas y de la nuestra, recordando tantas cosas que se dejaban atrás, mientras el barco se acercaba lentamente a la Estatua de la Libertad y las silenciosas instalaciones del puerto neoyorkino, a esas horas, vistas desde lejos, desde el mar. Esa noche nadie se acostó. Yo nunca había sentido nada tan intensamente como esa separación de España. Después volvía la vida de todos los días para nosotros en El Salvador.