Amores que rápidamente dejamos atrás, y otros como el amor hacia la naturaleza, el amor hacia el trabajo, y la añoranza de volver a ver a algunas personas, y no precisamente por el sexo, sino más bien por la ausencia de unos ojos queridos, de una mano querida, de unos hombros en qué apoyarse y de una sonrisa.
Cuando recorro en mi memoria, paso por paso, las escenas de mi vida, las que han sido más significativas, cuando me pongo a buscar en el pasado uno de los momentos más dramáticos de mi adolescencia, surge en mi memoria el día en que mis padres me llevaron en plena segunda guerra mundial al aeropuerto de Berlín, Tempelhof, para mandarme sola a España, un medio año después de que había terminado la guerra civil española con sus matanzas y odios entre hermanos.
Mi madre me despedía llorando, mi padre bajaba la cabeza para que no lo viera llorar, y caminando así muy encorvado, me acercó a la Migración del aeropuerto, por el que corrían con pesados bultos de mano los viajeros y hubo muchos hombres uniformados: los de caqui, del partido nazi; los de negro, oficiales de la SS, y de verde, los militares. De repente me encontré completamente sola con mis calcetines cortos, metidos en unos zapatos de charol, un abrigo de camello y un sombrero infantil sobre mis trenzas, vestida así para causar ?buena impresión? en españa a los directores de la compañía que mi padre representaba en Alemania.
Ellos iban a encontrarme en el aeropuerto de Barcelona, y cuidarme durante mi estadía allí. ¿Cómo se cuida a una niña separada por primera vez de sus padres por las tristes circunstancias de una guerra contra la que todos los padres habían sido inermes? Nunca me había imaginado que en los próximos cinco años esta separación sería tan difícil.
Recuerdo que el día anterior al viaje yo había invertido todo mi dinero (que semanalmente me otorgaba papá) en un ramo de rosas amarillas que la floristería mandaría a mi casa cuando yo ya estaría volando. De estas rosas de largos tallos, que duraron casi un mes, y eran muy bellas, mi madre hablaba toda su vida, pues fueron para ella un gran consuelo.
Antes de nuestra separación ella me mostró en el cielo nocturno de Berlín dos estrellas, uno junto a la otra, una grande, la otra chica, e hicimos un pacto que las íbamos a mirar todas las noches para ?comunicarnos? mientras estaríamos separadas.
Realmente esta comunicación era casi la única que nos quedaba, pues al principio mis padres me telefoneaban todas las semanas, lo que luego quedó prohibido. Entonces me enviaban cables, pero también los cables ya no podían ser enviados. Las cartas venían muy lentamente, sin duda para no filtrar algunas noticias de la guerra, y además tenían varias páginas tachadas de negro por la censura, diciendo: ??Fasse dich kurz? (sea breve). Con cada carta pensé que a lo mejor sería la última, y mis padres ya estaban sepultados por las bombas que caían sobre Berlín.