De toda esta belleza sólo le quedó un temperamento irritado e irritable. Su asistenta, Sabina, también nos daba clases y nos exigía menos dolor en las puntas de los pies. Las clases eran caras y mis padres me daban, mes tras mes, el dinero para pagarlas. Sólo que yo ya llevaba varios meses de no recibirlas y para excusar mi ausencia había pretextado que me había roto una pierna y estaba enyesada.
Mi madre asistió en aquellas fechas a un solemne espectáculo en homenaje de Ana Pawlova, la gran bailarina rusa, entonces recién fallecida. El teatro berlinés estaba colmado de público, la orquesta tocaba ?La muerte del cisne?, mientras una luz de reflectores recorría el escenario vacío, donde la Pawlova había interpretado esta danza de Tchaikovsky. En la pausa mi madre se encontró de bruces con mi maestra Eduardova, y ésta le preguntó cómo iba mi pierna rota, de la que mi madre tuvo así la primera noticia. Cuando llegó a casa estaba furiosa, gritando que me iba a producir la pierna rota de verdad, y aunque no me la quebró, ni me ha pegado nunca, sentí sus gritos como bofetadas. Y lo peor fue que me había gastado las cuotas mensuales del ballet en cines de sesión continua y en golosinas y helados. Con este episodio se hundió el sueño de mi madre, verme algún día convertida en la segunda Pawlova y me mandó a una escuela de acróbatas…
El que tiene sensibilidad artística, la tiene probablemente para todo. Yo quería ser pintora, puesto que mis únicas notas buenas en el colegio procedían de la clase de dibujo. Alguien de nuestros amigos conocía a un pintor y crítico de arte iranés. Hacia él me encaminé armada de mis pinturas y dibujos pero no le hallaba nunca en su casa a la hora de la cita. Por fin comprendí que esto era una señal del destino que me debía olvidar de la pintura.
También me gustaba leer y de leer a escribir hay sólo un paso. Tenía doce años y habíamos pasado la Navidad en Suiza, en la casa de un célebre escritor alemán y artista de teatro Curt Goetz. Aquel día yo permanecía en cama con una fuerte gripe mientras Curt Goetz y su esposa salieron con mi madre a las montañas del Tunersee. A mí me dejaron un bloque de papel blanco para que escribiera un cuento.
Este mi primer cuento -escrito en alemán- fue leído por el propio Curt Goetz en voz alta a su regreso a Merlingen y después de alabarlo, dijo a mi madre: ?Nina, dale de bofetadas para que escriba otro igual de bueno?. Pero, como dije antes, mi madre nunca me pegó, pero creó en mi talento para la literatura, a la que luego dediqué muchas horas de mi vida, y que me han hecho feliz, ya que el escribir depende de uno mismo, mientras todo lo demás depende de otros que nos quieren o no.