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La repercusión inmediata de ese presupuesto miserable es que Guatemala se ha quedado muy atrás en la competitividad global. Ningún gobierno ha contemplado en sus planes el eje de ciencia y tecnología. No lo consideran prioritario porque no entienden que la riqueza material de los países va de la mano con su desarrollo tecnológico y porque la inversión en ciencia es un fruto a largo plazo, cosa que no les sirve para ganar votos.
Guatemala tiene muy pocos investigadores científicos. El estudio de la Unesco señala que hay 27 investigadores por millón de habitantes. Para que las actividades científicas tengan impacto en la sociedad, un país debe tener alrededor de 1,200 investigadores por millón de habitantes. En comparación, Costa Rica tiene 529, EE. UU. tiene 4,256 y Alemania, 5,036. Los números nos dicen que en Guatemala no hay ciencia porque no hay quién la haga. Muchos jóvenes científicos optan por emigrar porque aquí nadie los contrata. Muchas de las mentes brillantes que podrían estar solucionando problemas de país, contribuyen con su talento al desarrollo de otros países.
Para salir de esto, los gobiernos y la industria deben fijar metas a largo plazo para la formación y contratación de científicos. Los países desarrollados tienen programas nacionales de becas para postgrados en ciencias. Tampoco ayuda que en nuestras universidades no existan doctorados en ciencias. Con estos antecedentes entendemos la necesidad de comprar tecnología a otros países: no tenemos quién la haga.
Ahora que el mundo sufre la pandemia del nuevo coronavirus tuvimos un atisbo de una realidad diferente: ante la dificultad de adquirir respiradores en el extranjero, las universidades empezaron a desarrollar su propia tecnología. Así es como muchos países salieron de pobres, apoyando a sus propios ingenieros y científicos en lugar de comprar la solución ya hecha.