Estos sabios anglosajones merecen todo mi respeto, pero no dejo de recordar a Diego de Torres Villarroel, catedrático de Matemáticas de la Universidad de Salamanca, que completaba su frugal estipendio con los honorarios por sus Almanaques. En tales libros profetizaba jocosamente, llegando a acertar en algún caso, como cuando avanzó que hacia 1790 Francia derrocaría su Monarquía, nada menos. Los sueños del pícaro salmantino demuestran el poder subyacente de la imaginación.
Visionarios del futuro captan la atención del público desde siempre hasta hoy. Basta con buscar en la televisión programas de tarot a altas horas de la madrugada. Una vez, impartiendo un curso, el alcalde de un municipio sureño me dijo que lo más visto de su televisión local era “la brujita”. Fue su respuesta a la crítica por la desviación del servicio público. ¿Es la futurología de interés general? A este asunto dedicó Cicerón una obra, criticando la superstición y validando, en cambio, la labor de los augures.
Comisiones del futuro
Cada vez más gobiernos lo creen, por lo que Finlandia, Escocia y otros países han creado sus “comisiones del futuro” en los parlamentos, o agencias especializadas en predecir el devenir. Estas iniciativas son viejas, porque llevamos más de medio siglo leyendo sucesivos informes (tantos equivocados) sobre las perspectivas de la humanidad para los siguientes años.
Luego llegan los hechos y arruinan las planificaciones, pero algo queda de tanta metodología (de la lectura de las entrañas de los animales al método Delphi).
Uno de los más exitosos es el de la previsión de “escenarios”, cuyo origen se encuentra en la Rand Corporation de Estados Unidos, la lógica de la Guerra Fría y la paranoia general ante una posible guerra nuclear, sobre la que especulaba Herman Kahn. Poner a la opinión pública ante lo impensable, el horror absoluto, tal vez pudo ayudar a evitar ese desastre, aunque también explica que se construyeran búnkeres y demasiada gente viviera con miedo.
Algunos años después, Pierre Wack aplicaría este método para anticipar la crisis del petróleo de los setenta. Y acertó, porque muchos indicadores apuntaban hacia ese peligro, que no era un “cisne negro” (Nasim Taleb), sino un secreto a voces.
Gestionar el riesgo –esta es la moraleja– no requiere pitonisas, ni falsos expertos. Lo que hace falta, de verdad, es gente sensata que se prepare para lo peor, sin producir daños mayores al hacerlo, aplicando un poco de sentido común.
Ricardo Rivero Ortega, Rector de la Universidad de Salamanca. Catedrático de Derecho Administrativo, Universidad de Salamanca
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