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Nuevo normal: ¿Te sientes incómodo cuando socializas? Hasta los extrovertidos están un poco oxidados

Bienvenidos a la nueva realidad de personas socialmente oxidadas y hasta torpes, donde las interacciones simples se han vuelto extrañas.

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Cece Cord, una diseñadora locuaz de alta sociedad, organizó un pequeño almuerzo en el verano, en el jardín adornado con flores de su cabaña en la ladera, en Millbrook, Nueva York. Sin embargo, cuando llegaron sus invitados, sus habilidades sociales fueron un poco torpes.

“Solo te sientes muy simplón”, dijo Cord, quien se describió a sí misma como alguien “de cierta edad”. “A veces, apenas puedes sostener una conversación”.

Marz Lovejoy, una artista del hiphop y editora de The Black Utopia, una revista de estilo y cultura, estaba en un restaurante del barrio de SoHo con una colega y se tardaron muchísimo en pedir algo de comer. “Simplemente no podíamos conectar nuestros pensamientos con nuestras palabras”, relató Lovejoy, de 29 años. “Supongo que habíamos perdido nuestra capacidad de ordenar”.

A mí me pasó algo parecido el otro día cuando me encontré con Hamish Bowles, el editor general de Vogue, en Washington Square Park en Manhattan. Nuestra interacción fue bastante agradable hasta que me di cuenta de que no le había presentado al amigo que venía conmigo, una descortesía que antes jamás habría cometido.

Por suerte, mi amigo, que suele sentirse ofendido cuando lo menosprecian, acababa de regresar de un periodo de aislamiento en Canadá, su país de origen, y apenas se dio cuenta de mi desconsiderada equivocación.

Bienvenidos a la provincia pandémica de las personas socialmente oxidadas y ahora torpes, donde las interacciones simples entre incluso los más extrovertidos se han vuelto extrañas e incómodas. Regresar a las interacciones agradables puede sentirse como volver a la civilización tras pasar un año en la naturaleza, en un retiro de meditación en silencio o en el espacio.

“Hasta las personas más sociales ahora se sienten como niños tímidos de secundaria que van a un baile escolar por primera vez”, describió Samantha Boardman, una psiquiatra de Manhattan que administra un sitio web llamado Positive Prescription. Hace poco, atendió a un paciente que destruyó una amistad por rechazar un abrazo. “El reto es que las reglas de cada persona son diferentes”, explicó.

Las conversaciones que antes parecían fáciles y placenteras ahora se pueden sentir forzadas e inquietantes. Lizzie Tisch hace poco abrió una tienda efímera navideña, LTD, en la avenida Madison, pero cuando los clientes le preguntaron sobre la mercancía, como el juego de cubrebocas para regalo, ella se sintió desconcertada.

“Es como si hubiera tenido que reaprender las habilidades sociales más básicas”, dijo Tisch, de 48 años. “Me tomó un par de días recordar cómo hablar con personas que se sentían igual de ansiosas que yo con respecto al comportamiento que se tiene dentro de una tienda”.

En efecto, las sutilezas de las cortesías más simples entre transeúntes pueden abrumar a los que somos más cautelosos. Y cuando no estamos metiendo la pata, estamos poniendo a otros en apuros al preguntarles si ya se hicieron la prueba y al pedirles que abran sus ventanas para que circule el aire.

En una cena el mes pasado, en la casa de un amigo en Long Island, cuando el virus estaba empezando a resurgir, le pedí a otro de los invitados, que estaba a casi 2 metros de mí, pero que hablaba con tanta percusión que yo casi podía ver los aerosoles brotar de su boca, que se reclinara en su silla. Me disgusté conmigo mismo al hacerlo, no era mi casa, así que no tenía derecho a establecer reglas. Afortunadamente, el invitado solo se rio y se recargó en el respaldo de su silla, dándome el beneficio de otros 30 centímetros al menos. Incluso, se subió el cubrebocas por si acaso.

Fue un momento sumamente incómodo, pero al menos nuestra conversación era divertida. Eso ya no se puede dar por hecho.

“Hemos perdido la habilidad de hablar de muchas cosas, porque ya no hacemos tantas cosas”, explicó Fern Mallis, la consultora de modas conocida por convertir la Semana de la Moda de Nueva York en un evento social de amplia relevancia. Se le trabó un poco la lengua en un evento al aire libre para una línea “prêt-à-porter” de Alvin Valley en Southampton en octubre, una salida extraordinaria y un regreso momentáneo a la pasarela. “¿Cuánto puede durar una conversación si solo hablas de Donald Trump y lo que viste en Netflix?”, dijo Mallis, de 72 años. “Y ahora ya se va Trump”.

A Isaac Mizrahi, el ingenioso diseñador de modas y actor de cabaré, le están costando trabajo las charlas con su madre. “Solíamos hablar sobre cosas fabulosas, como sus paseos de compras a Loehmann’s”, narró Mizrahi, de 59 años. “Ahora solo me cuenta que la planta de su casa creció un poquito”.

Hace poco, estaba grabando uno de sus espectáculos virtuales de cabaré para su transmisión por Broadway World desde Café Carlyle y descubrió que su monólogo había perdido su vitalidad. “Hablé sobre el omelet de claras de huevo que almorcé como si se tratara de la Primavera Árabe”, relató. “Y soné como una versión de 93 años de mí mismo”.

Jeanne Martinet, la autora de “Mingling With the Enemy” y otros libros sobre interacción social, en parte le atribuye la falta de conversaciones vivaces a un exceso de llamadas de Zoom, en las que no puedes practicar el arte sutil y juguetón de interrumpir o hablar encima de la otra persona. Después de todo, sí se requiere un cierto talento para intervenir en una conversación animada o intensa. Y cuando llevas puesto un cubrebocas, los matices de humor y empatía se vuelven más difíciles de expresar, lo cual quizá explica por qué usamos emojis cuando enviamos mensajes de texto.

Tal vez también influyen motivos biológicos. Sam Von Reiche, psicóloga clínica en Nueva Jersey y autora de “Rethink Your Shrink”, cree que ciertos tipos de conversaciones pueden estimular al cerebro a producir hormonas como la dopamina y la serotonina a fin de crear una sensación de bienestar. El distanciamiento social y la ansiedad de estar demasiado cerca de alguien han provocado que estas se esfumen, lo cual deriva en interacciones tentativas y burdas.

“El lenguaje corporal es muy importante en las conversaciones verbales”, explicó Von Reiche. “Cuando estás cerca de alguien y ves su rostro completo, esto estimula la oxitocina, la hormona responsable de los sentimientos ligados con el afecto y la vinculación emocional y que puede hacer una conversación más amena”.

La vida callejera urbana y el placer de los encuentros fortuitos son quizá lo que más se ha perdido. “Hemos olvidado las cortesías básicas de la vida peatonal”, dijo Euan Rellie, un sociable banquero de inversión que vive con Lucy Sykes Rellie en un apartamento del West Village.

El otro día, una mujer en el vestíbulo de Rellie lo empujó para entrar al elevador y le dijo que prefería tomarlo sola. En la cafetería local, donde no está claro cuánta gente puede estar dentro al mismo tiempo, tuvo que codear a una mujer que estaba bloqueando la puerta. Y ahora el acto de dejar a su hijo pequeño en la escuela ya no es una situación con una “vibra escolar alegre” que suscita conversaciones bromistas, relató, sino una fila burocrática de revisión de temperatura y llenado de encuestas de salud. Le quita todo su humor y simpatía.

“Todos estamos desesperados por una charla y una palmada en el hombro en este momento”, dijo Rellie, de 52 años. “Y sin eso, perdemos parte de nosotros y la comprensión básica de si estamos ofendiendo a alguien por ser demasiado cautelosos o demasiado relajados”.