Lo que dicen las normas
Esta realidad nos hace recuperar, como mejor solución, el ejercicio de la autonomía pedagógica que tienen los centros docentes de acuerdo con la regulación legal actual, comenzada con la LODE (1985) y ampliada con la LOE (2006), que le dedica un capítulo completo para concretar su aplicación efectiva (artículo 120).
Es cierto que el Ministerio de Educación y Formación Profesional establece normas básicas para el funcionamiento general del sistema educativo estatal, al igual que las comunidades autónomas lo hacen para sus territorios respectivos, pero la situación actual nos dice que muchas decisiones deben ser adoptadas de modo inmediato en cada centro cuando aparezca una circunstancia que así lo requiera. Es decir, cuando se tenga conocimiento de un caso de contagio en algún estudiante o profesor, la inmediatez de la respuesta será urgente.
Y no solo para el confinamiento del grupo de personas afectado, sino para tomar las medidas técnico-pedagógicas necesarias para que la educación no se interrumpa, para que, de una u otra forma, el alumnado continúe con su formación y no pierda un tiempo irrecuperable en su desarrollo personal.
Y esa respuesta imprescindible va a depender de la buena organización y del ejercicio de la autonomía que cada centro posee, aunque muchas veces no la utilice como debiera, esperando a que otros lo sustituyan en funciones que la propia institución tiene.
¿Qué es posible decidir de forma autónoma?
La autonomía pedagógica supone que el centro puede (y debe) adecuar el currículum a su contexto territorial y a la población que atiende, es decir, que establecerá unos contenidos básicos, imprescindibles para el avance posterior del alumnado, determinados para las situaciones “de urgencia” (no solo sanitaria) que se vayan presentando, sin la improvisación que el curso pasado exigió por la rapidez y la sorpresa con que fue preciso funcionar.
Contenidos que se consideren realmente importantes para la consecución de las competencias clave y de los objetivos de las diferentes etapas educativas. Hay que suponer que algo hemos aprendido del curso anterior.
Estrategias metodológicas
Cobran especial importancia las estrategias metodológicas y los procedimientos de evaluación, dos ámbitos en los que es preciso modificar las rutinas ancladas en épocas ya superadas, pues el estudio libresco y la repetición literal de sus textos o de los discursos del docente no resuelven la preparación que se necesita para la sociedad actual.
No solo es la memoria lo que hay que cultivar, sino también la expresión y comprensión oral, el pensamiento crítico y creativo, la capacidad de cooperación y colaboración en equipos heterogéneos, la autonomía en la toma de decisiones, el saber aprender para aprovechar todas las oportunidades que se nos brindan a nuestro alrededor…
Son aprendizajes insustituibles en la educación presente. Competencias, en definitiva, que no se consiguen estudiando una lección, sino “viviendo” de un determinado modo que favorezca su desarrollo y dominio adecuados, lo cual exige una modificación profunda en el trabajo de aula y en el trabajo a distancia.
Sea cual fuere la realidad a la que nos conduzca el coronavirus, hay que cambiar ya de metodología, cosa que deberíamos haber hecho hace años y que quizá consigamos forzados por un virus. No es lo deseable, pero no hay que perder la oportunidad.
Evaluación colaborativa
Tampoco sirve el examen como único medio de comprobar los aprendizajes. Todas las competencias antes citadas no se evalúan con una prueba escrita. Es obvio. El alumnado realiza múltiples tipos de trabajos, individuales y en grupo, que se deben valorar procesualmente, considerando las múltiples variables que inciden en cada niño o adolescente. Es decir, realizando una evaluación continua a base de observación, entrevistas, revisión de trabajos… toda una serie de técnicas apropiadas para esa recogida de datos que todo profesional necesita para valorar lo adquirido. Adquirido de verdad, no memorizado superficialmente.
Este modelo evaluativo deriva en informes a las familias y a los propios estudiantes, que pueden (deben) ser descriptivos; o sea, que especifiquen lo ya afianzado y lo que está pendiente de conseguir, de manera que todos puedan colaborar activa y eficazmente en el progreso educativo. Y esto también es algo que se puede hacer presencialmente y a distancia.
La familia y el centro
La familia se ha convertido en colaboradora imprescindible de la escuela, haciéndose consciente de su papel educativo fundamental. En general, se ha valorado positivamente el trabajo del profesorado, si bien en muchos casos se piensa que todo está ordenado desde la Administración.
Debe saber que la normativa favorece el ejercicio de la autonomía pedagógica y que, por lo tanto, es cada institución la que debe decidir lo mejor para cada caso que se presente. Con seguridad deberá contar con la comunidad escolar para tomar decisiones, pero en la seguridad de que siempre serán más ajustadas a la realidad que si se adoptan por organismos externos y alejados, desconocedores de los contextos concretos a los que se deben aplicar.
Responsabilidad de los equipos directivos
Se hace imprescindible, por tanto, que los equipos directivos y los claustros de los centros asuman su responsabilidad y también sus posibilidades legales para poder decidir sobre la estructura y funcionamiento de un curso incierto, es verdad, pero previsible en este inicio de año académico.
Algo más sabemos acerca de situaciones emergentes, que ahora podemos prever. Hay que ejercer la autonomía para ofrecer respuestas coherentes con cada realidad, cosa difícil de hacer de modo centralizado. La autonomía es un factor de calidad indiscutible y es el momento de demostrarlo.
María Antonia Casanova, Profesora de la Universidad Camilo José Cela y Directora del Instituto Superior de Promoción Educativa (Madrid), Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.