En su Crítica del Juicio, Emanuel Kant consideraba la jardinería como un “arte de la forma” incluido dentro de la pintura.
Rosario Assunto, en su ensayo sobre la ontología y la teleología del jardín, va más allá en su reflexión: el jardín funerario alcanza el más sublime grado artístico. Lo hace porque dispone de una ontología propia, basada en la relación entre la vida y la muerte. La primera, representada por la vegetación en constante renovación, y la segunda, entendiendo ese locus como el espacio que separa lo material y lo espiritual.
El jardín funerario alcanza ese grado artístico además porque dispone de una teleología. En las causas finales del jardín funerario, arte y naturaleza se integran en pos de un mensaje común: el eterno retorno. Así, los conceptos de sueño eterno y renovación de la vida han sentado las bases, en todas las culturas, del arte jardinístico funerario.
Sueño eterno, memoria y silencio
Tres ideas surgen alrededor del proceso de exhumación de los finados, desde su origen: el apacible sueño eterno, el recuerdo a través de la memorialización y el cumplido silencio.
El símbolo viático más antiguo que podemos encontrar tallado en mausoleos de nuestras necrópolis es el fruto de la adormidera, siempre usado en los rituales funerarios, incluso en las culturas prehistóricas ibéricas, como símbolo de un deseado dulce sueño eterno. Ese deseo es precisamente el origen del significado de la palabra cementerio. El origen etimológico es la palabra griega koimitirion, la habitación del sueño eterno .
La colocación de macetas con plantas vivas en recuerdo de los finados fue una tradición romana. Esta práctica se ha extendido hasta la actualidad, perdiendo su significado original, en los patios domésticos y por extensión en los patios cementeriales.
El silencio, como condición previa a la reflexión y a la paz del espíritu, y como forma de respeto a los finados para no molestarles en su eterno sueño, ha marcado de siempre las pompas funerarias. Los romanos ya veneraron a una deidad, Angeronia, que con el gesto de su dedo aproximándolo hacia su boca solicita sigilo. Ella era además la encargada de aliviar la angustia y el miedo. Esta deidad ha formado parte de la escultórica que antecede a algunos panteones, en donde además suele portar entre sus faldones conjuntos florales que evocan muchos de los mensajes de la botánica funeraria.
¿Por qué los cipreses?
Celestino Barrallat recogía en 1885, en su interesante opúsculo Principios de Botánica funeraria , buena parte de estas concepciones y tradiciones. Las sistematiza en dos grandes grupos de símbolos vegetales: los celestiales, como la palmera o la viña, vinculados a lo sagrado, a la luz y a la resurrección; y los infernales, como la yedra o la ruda, relacionados con lo luciferino, con la sombra y lo mefítico.
Desde la antigüedad, la vinculación entre enterramientos y árboles ha sido una constante, basada en la creencia de que la inmortalidad de los árboles servía de cobijo para el depósito de las almas. Éstas, a través del tránsito de la savia, se elevaban desde las profundas raíces de la oscuridad hacia las altas ramas en busca de la luz. El uso de las coníferas en las necrópolis se explica por ser árboles de porte erguido, longevos, de copas cónicas cuyos ápices apuntan al cielo, de intenso aroma resinífero y con un respetuoso verde oscuro.
Este uso de las coníferas para escoltar a los finados es una antigua tradición, como por ejemplo describe Cervantes varias veces a lo largo de El Quijote
“ (…) bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos, y coronados con guirnaldas, cuál de tejo y cuál de ciprés. (Capítulo XIII, Primera Parte).
En esta línea, Barallat destaca el papel del ciprés en los cementerios, ya que imprime en el ánimo las ideas de severidad y de reposo, y señalando al cielo con su punta sirve de guía a las miradas para elevarse a la región de la luz en contraposición a la oscuridad de las tumbas.
La simbología cristológica
Buena parte de las concepciones renacentistas y barrocas vinculadas a conceptos religiosos han tenido su reflejo en esa botánica funeraria (cuya máxima exaltación la encontramos también en las manifestaciones de la Semana Santa). La interpretación apologética de Horigenes Adamantius sobre la simbología de las más de veinte plantas citadas en El Cantar de los cantares ha servido de inspiración en el arte funerario.
Así, el lirio, la azucena y la rosa adquieren el mayor protagonismo de la simbólica cristiana tan presente en la iconografía funeraria. La introducción en el siglo XIII en Europa de la flor de clavo o clavel tuvo un gran impacto, vinculándose por su forma, olor y color con una de las insignias de la crucifixión. Incluso se creó una leyenda que se vincula el surgimiento de esta flor a la caída a la tierra de la sangre de Cristo.
Durante el Renacimiento, muchos grandes pintores italianos dedicarían alguna obra a la Madonna dei garofani. La entrega por parte de la Virgen de un clavel al niño Jesús evoca el amor maternal a la vez que la presunción del destino final de la vida y de su resurrección. El clavel se ha convertido así en un elemento frecuente en las ofrendas florales a difuntos, cuya diversidad cromática es usada como base del lenguaje de la floriología. Desde el rojo oscuro, de aflicción por la muerte, hasta el amarillo de decepción.
Otras flores también han jugado un papel destacado en su vinculación a los cementerios. Desde la humilde malva, a la que la tradición ha hecho creer que crece a partir de lo que se corrompe bajo la tierra (“criar malvas”), hasta plantas de flores doradas como el crisantemo, vinculadas a la luz de la resurrección, y el eterno retorno; o las de color morado, como la violetas y pensamientos, dedicadas a la viudedad sufrida.
De las tumbas intramuros a los parques cementerios
Hasta el advenimiento de las grandes pandemias del XVIII, era costumbre realizar los enterramientos cerca de los domicilios de los seres queridos. Estas epidemias obligaron a localizar los enterramientos de forma ordenada extramuros de las ciudades. Bajo esta idea, en el siglo XIX se produjo un cambio importante en la consideración de las necrópolis en el contexto urbano, generalizándose en las grandes ciudades europeas los “parques cementerios”.
Existen extraordinarios diseños urbanísticos y arquitectónicos de estos equipamientos, basados en un racionalismo con el que dotar a un espacio, a priori ingrato, de suficiente esplendor artístico. Excelsos mausoleos de corte clásico, y de una relevante escultórica; panteones de personalidades ilustres o lápidas de gente sencilla enriquecerán la simbólica floral de estas necrópolis, que mantendrán buena parte del acervo secular en el caso de las plantaciones de vegetales vivos. Tan solo la necesidad de crear paseos arbolados, al estilo de los salones de la época, y de alguna flora exótica importada, ampliarán el patrimonio florístico, en algunos casos en detrimento de la simbólica funeraria.
Los jardines funerarios del futuro
El cambio de la cultura del enterramiento a la cremación ha obligado a un cambio en las costumbres funerarias. Esparcir las cenizas de un ser querido en la Naturaleza se ha convertido en un acto evocador, pero de consecuencias ambientales importantes, que ha llevado a su prohibición cuando es de forma incontrolada.
Nuevos equipamientos funerarios, como el Jardín del Recuerdo en Málaga, se conciben en primer lugar como áreas verdes urbanas que se integrarán en el futuro como parques para la ciudad. Las urnas de cenizas se disponen aquí en torno a árboles elegidos por las familias.
El diseño obedece a un compromiso con las medidas de mitigación de la crisis climática, mediante soluciones basadas en la naturaleza y adaptaciones basadas en los ecosistemas. Pero, por otra parte, el locus se diseña bajo criterios de uso cultural dentro del obligado respeto.
Ángel Enrique Salvo Tierra, Profesor de Botánica y Planificación y Ordenación Territorial, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.