Salud y Familia

La incesante búsqueda de la eficiencia ha agravado la crisis de la COVID-1

La Covid-19 ha frenado en seco el funcionamiento de las empresas, paralizando la actividad económica en todo el mundo

Shutterstock / Sashkin

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El mundo empresarial lleva mucho tiempo apoyando la teoría de que la eficiencia cuenta por encima de todo. Pero tal vez en la era COVID-19, y mientras nos preparamos para cuando se haya acabado esta pesadilla, es hora de replantear las cosas.

En la sociedad moderna, el destino al que hemos intentado llegar durante décadas es un lugar donde los negocios se desarrollan de manera sostenible y contribuyen a un mundo equilibrado a nivel social, económico y medioambiental.

Y sin embargo, ahora mismo nos encontramos en un destino que ninguno de nosotros ha elegido: una pandemia mundial con cerca de medio millón de muertos en todo el mundo, más de 250 000 personas al borde de la inanición, un puñado de empresas que poseen buena parte de nuestros datos y, por tanto, nuestro mundo, y una amenaza climática provocada por el hombre de proporciones insuperables que se atribuye en gran medida a la actividad empresarial.

Estamos presenciando una caída fuerte y sin precedentes de la actividad económica a nivel global que tendrá un impacto incalculable en las empresas y los hogares de todo el mundo. En cierto modo, la COVID-19 ha logrado deshacer el peligroso impacto de nuestras decisiones acumuladas en el tiempo que abogaban por seguir con la rutina de siempre.

La crisis sanitaria habrá revelado algunas inconsistencias en el mundo de los negocios.
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¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

La pregunta que retumba en nuestras cabezas ahora es cómo hemos llegado hasta aquí. Y, más importante aún, ¿cómo podemos volver a la buena senda?

Los conceptos de eficiencia y eficacia dan una perspectiva para reflexionar sobre el estado de nuestro mundo. La eficiencia puede describirse simplemente como hacer más con menos, o lograr mejores resultados con los mismos –o menos– recursos.

La eficacia, por otro lado, es más estratégica. Se trata de llegar al destino, digamos al desarrollo sostenible, mientras que la eficiencia consiste en alcanzar el desarrollo sostenible antes, o a un coste menor.

Durante las últimas décadas, hemos dedicado nuestros esfuerzos colectivos a lograr un aumento del PIB a nivel nacional, con especial insistencia en el incremento de los ingresos y la rentabilidad a nivel de empresa, al mismo tiempo que hemos creado un conjunto de instituciones mundiales y nacionales que trabajan de una manera más o menos coordinada para que esto resulte posible.

Como sociedad, creímos que centrar nuestros esfuerzos en el crecimiento en todos los ámbitos aumentaría los ingresos disponibles per cápita y resolvería nuestros problemas sociales. Lo único que teníamos que hacer era llegar hasta ese punto de la manera más eficiente posible.

Hemos pecado de optimistas

Esto supuso un esfuerzo conjunto para reducir la falta de eficiencia, crear estructuras más ágiles, subcontratar y expandir nuestras cadenas de suministro globales, estandarizar, automatizar y replicar. Sin embargo, dentro de este enfoque hacia la eficiencia, hemos pecado de ser demasiado optimistas, rechazando la posibilidad de considerar escenarios alternativos.

Inocentemente dimos por sentado que, a pesar de las crisis financieras y las epidemias, el escenario de un patrón de crecimiento general en todo el mundo era el santo grial. Por tanto, no tenía sentido contemplar otras opciones, y lo que es peor, invertir recursos en estar bien preparados.

De hecho, la popularidad de los sistemas de gestión de calidad total se sustentaba en la idea de la eliminación de lo sobrante. El simple hecho de apartar los activos para una eventualidad poco probable iría en contra de la verdadera naturaleza de la eficiencia.

El problema es el siguiente: exaltar la eficiencia ha contribuido en gran medida a la crisis sanitaria a la que nos enfrentamos hoy en día. Estamos presenciando cómo algunos de los países más avanzados del mundo tienen dificultades para fabricar productos de bajo nivel tecnológico, como las mascarillas, porque resultaba más barato importarlos.

En su afán de alcanzar la eficiencia, los estados hicieron caso omiso del inmenso valor que suponía disponer de capacidades esenciales por si fueran necesarias o, por el contrario, el enorme coste que suponía no disponer de ellas.

Los países que contaban con las mejores facultades de medicina no han formado a suficientes médicos, y aún menos a médicos especializados en salud pública y políticas de salud, a veces con la justificación de que si limitaban el número de médicos se reducirían los gastos de atención médica.

Nos hemos olvidado de la eficacia

Sin embargo, cuando la atención ambulatoria se hacía cargo de un mayor número de pacientes, la capacidad disponible en los hospitales rara vez se mantenía en reserva.

En un esfuerzo comprensible por contener los crecientes costes de la atención sanitaria, la mayoría de los países optaron por no disponer de recursos sobrantes. En otras palabras, aumentamos la eficiencia y entretanto nos olvidamos de la eficacia. Ahora nos damos cuenta de que hemos llegado con mayor rapidez y a menor coste a un destino equivocado.

En retrospectiva, proponemos que los sistemas empresariales podrían ser más resistentes a los impactos exógenos con una adecuada planificación de lo redundante.

Curiosamente, uno de los sentidos originales de la palabra redundancy en inglés, según el diccionario Longman de 1995, es “la cualidad de contener partes adicionales que harán que un sistema funcione si las otras partes fallan”. En un curioso giro lingüístico, ahora pensamos en la redundancia sólo como un exceso no deseado, una excrecencia de la que hay que deshacerse, como en un redundancy plan o plan de despidos.

Como ya hemos observado, esta falta de redundancia ha expuesto a varias empresas a la paralización de sus líneas de producción debido a la escasez de materias primas esenciales. La consecuencia es una crisis sanitaria sumamente precaria con hospitales que carecen de los recursos básicos, tanto humanos como físicos, para salvar vidas.

Para ser claros, no estamos sugiriendo olvidarnos de la eficiencia. De hecho, hay un argumento moral para aprovechar los recursos de la mejor manera posible. Todos queremos que los trenes lleguen en hora, que el ciclo de pagos se acorte y que los parámetros de rendimiento mejoren.

Pero el camino hacia nuestro mítico destino de desarrollo sostenible no es lineal. No se puede alcanzar sin mantener alguna redundancia.The Conversation

*Adrian Zicari, Professeur Enseignant, Département comptabilité-contrôle de gestion, directeur académique du Council on Business & Society, ESSEC ; Concepción Galdón, Director of IE Center for Social Innovation & Sustainability / Lead of IE Sustainable Impact Teaching & Research, IE University; Mario Aquino Alves, Associate Professor, Brazilian School of Public and Business Administration (EBAPE/FGV), and Tanusree Jain, Assistant Professor of Ethical Business, Trinity College Dublin

This article is republished from The Conversation under a Creative Commons license. Read the original article.