Que estén descentralizadas en las comunidades autónomas las responsabilidades a la hora de proponer recomendaciones y normas específicas para la reapertura de los centros educativos no ayuda mucho. Sobre todo porque ha acabado generando 17 planes diferentes y, en ocasiones, sin demasiada coherencia. A eso se suma una sensación generalizada de falta de liderazgo que no invita al optimismo.
Pero en medio de todo este galimatías, ¿qué preocupa realmente a los pediatras y epidemiólogos?
La visión del pediatra: el riesgo individual
Los pediatras han pasado los últimos meses en un discreto segundo plano, conscientes de la escasa vulnerabilidad de los niños en esta pandemia, y sin una excesiva carga de trabajo y preocupación específica por el impacto del COVID-19 en la salud individual de los más pequeños. Parece haber consenso a día de hoy en que los niños padecen de forma muy leve las consecuencias de la infección por el SARS-CoV-2, siendo una proporción nada desdeñable de las infecciones asintomáticas.
Las muertes, las complicaciones graves y las hospitalizaciones por COVID-19 en la edad pediátrica son raras. Es más, parece que la enfermedad respeta incluso a niños con patología crónica concomitante, a diferencia de lo que ocurre con los adultos.
Quizás la única excepción a esta regla son los casos del síndrome inflamatorio multisistémico en niños (MIS-C, por sus siglas en inglés), una complicación tardía asociada a infecciones por el virus y que comparte alguna sintomatología con el síndrome de Kawasaki y el shock tóxico. Esta complicación, infrecuente pero potencialmente grave, se ha confirmado en varias docenas de casos en nuestro país. Y aunque con alta frecuencia puede requerir cuidados intensivos, es importante destacar que con tratamiento precoz con terapias antiinflamatorias específicas suele responder positivamente.
Por tanto, podemos afirmar que el riesgo a nivel individual de los niños que se infectan parece ser bajo, y por lo tanto asumible. Su salud física no parece resentirse demasiado de momento. Cosa muy distinta es la salud mental, y los efectos indirectos que meses de confinamiento e incertidumbre general puedan estar teniendo en los críos. Esos sí deberán vigilarse de forma proactiva y cuidadosa.
La visión del epidemiólogo: el riesgo colectivo
A los epidemiólogos les preocupa el efecto que un determinado patógeno pueda tener sobre la salud poblacional, y sobre su transmisibilidad, es decir, sobre cómo éste puede propagarse entre individuos. En este sentido, y teniendo en cuenta nuestro conocimiento previo acerca de otras infecciones respiratorias virales como la gripe –a priori consideradas parecidas a la COVID-19–, inicialmente se consideró que los niños podían actuar como “supercontagiadores”. También se afirmó que los niños eran mucho menos susceptibles a la infección. Y que, por tanto, jugaban un rol muy menor en la transmisión comunitaria.
Las evidencias acumuladas en los últimos meses, lejos de confirmar estas hipótesis, parecen sugerir lo contrario. Por un lado, los niños pueden infectarse de forma parecida a los adultos, y pueden presentar cargas virales altas incluso en ausencia de síntomas. Eso sí, es importante destacar que carga viral detectable no es necesariamente sinónimo de virus potencialmente infectivo.
Por otro lado, aunque ahora ya sabemos que los niños son capaces de contagiar a otros niños, o incluso a adultos, todo apunta a que tienen una capacidad de contagiar marcadamente menos eficiente. Con todo y con ello, hay que andar con cautela porque nuestra capacidad de identificar a niños como “iniciadores” de brotes o de cadenas de transmisión esté fuertemente sesgada por la alta prevalencia de infecciones asintomáticas en la edad pediátrica.
Teniendo en cuenta todo esto, es importante destacar que, con nuestros conocimientos actuales, no podemos descartar que los niños contribuyan de forma importante a la transmisión comunitaria. En consecuencia, es nuestra obligación recomendar la implementación generalizada y estricta de buenas medidas de prevención de la transmisión en los centros educativos. Centros que son lugares de evidente riesgo por la alta concentración de personas que allí se reúnen.
Modelos matemáticos basados en los datos iniciales de la pandemia en China y Corea, y en otras epidemias similares, sugirieron que el cierre temprano de las escuelas parecía jugar un papel poco determinante en la contención y progresión de la pandemia. Sin embargo, datos más recientes provenientes de Israel muestran justamente lo contrario, tras identificar múltiples brotes comunitarios originados a partir de escuelas con baja implementación de estrategias de prevención.
La precaución y una buena estrategia de prevención y vigilancia epidemiológica deben ser prioritarias en las aulas recién abiertas.
Prevenir mejor que curar
En apenas 9 meses, la COVID-19 ha trastornado nuestro mundo, causando cerca de un millón de muertes y decenas de millones de casos. En comparación con los adultos, los niños han demostrado una baja vulnerabilidad a los efectos del virus. No obstante, su rol preciso en la cadena de transmisión comunitaria aún está por determinar.
En aras de evitar que las escuelas se conviertan en amplificadores de la transmisión comunitaria, es fundamental que extrememos las precauciones y aseguremos una buena implementación de las medidas de prevención. La educación es un derecho fundamental en la infancia, y los niños merecen poder reanudar su formación de forma segura y optimista, sin que por ello pongamos en riesgo al resto de nuestra sociedad.
Quique Bassat, Pediatra y epidemiólogo, investigador ICREA, Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.