Una de las emociones más relevantes es el miedo, una respuesta compleja asociada a la presencia de una amenaza inminente y que nos prepara para afrontarla de manera eficaz. Pese a que muchas personas evitan experimentarlo, en nuestro pasado remoto nos permitió trascender a los innumerables peligros del entorno natural. En aquellos momentos, luchar o huir con inmediatez marcaba la diferencia entre vivir y morir.
En las sociedades modernas, no obstante, el miedo se ha transformado en algo distinto. Las frondosas junglas de antaño, las amplias estepas y las oscuras cavernas, se han convertido en un laberinto de cemento. Ya no es común atisbar la presencia de un depredador en las proximidades o una catástrofe natural acechando en el horizonte. Lo que ahora nos aterra suele ubicarse en algún punto indefinido del futuro.
Un paso más allá del miedo
El miedo ya no es tan evidente en la mayoría de los casos, pues obedece a causas sutiles. De hecho, muchas veces ni siquiera se llama miedo: responde al nombre de ansiedad. Ambos son fenómenos equivalentes a nivel experiencial. La única diferencia es que el primero surge ante una vicisitud inmediata y la segunda ante su expectativa incierta.
La ansiedad, a pesar de todo, es un fenómeno natural que todas las personas experimentan al menos en algún grado. De ahí que solo se pueda considerar patológica cuando trasciende los niveles de lo tolerable y condiciona nuestra cotidianidad.
Quienes padecen un trastorno de ansiedad pueden vivirla como una preocupación persistente o como una anticipación de lo que temen. Pero también puede manifestarse como una súbita hiperactivación de su propio cuerpo o como una necesidad acuciante de huir.
En ocasiones, la sensación es tan desagradable para quienes la experimentan que pueden esforzarse mucho por no sentirla. Esto puede llegar a modificar aspectos esenciales de su vida y es precisamente en este punto cuando suele convertirse en un motivo de atención psicológica especializada.
¿Una pandemia de ansiedad?
Lamentablemente, los últimos meses han hecho que se recrudezca este problema en prácticamente todos los países del mundo. La llegada del coronavirus ha generado grandes cambios existenciales, desafíos sanitarios sin precedentes –al menos en las últimas décadas– e irreparables pérdidas humanas.
Nos enfrentamos a un reto que impone un ingente esfuerzo adaptativo y que reúne una serie de propiedades que lo hacen todavía más exigente y difícil. Concretamente tres:
- Novedad: ninguno de nosotros había vivido previamente una experiencia similar.
- Ambigüedad: el propio patógeno supone una amenaza incierta.
- Incertidumbre: desconocemos cuándo podremos recuperar la normalidad o incluso cómo será esta cuando todo finalice.
Todo ello confluye con una notable reducción de nuestras actividades sociales, con la posible crisis económica que se prevé para los próximos años, con la erosión de la situación laboral y con la incipiente necesidad de reciclarnos por nuevas demandas laborales o académicas.
No es de extrañar, por tanto, que aflore la sensación de que carecemos de control sobre cómo discurren nuestras vidas. Una experiencia que, al final, se traduce en una suerte de indefensión.
Este escenario ha incrementado la prevalencia de trastornos de ansiedad y depresión diversos. Ambos pueden darse en forma de recidivas o de nuevos diagnósticos provocados por el estrés secundario a la crisis sanitaria.
Estas complicaciones de salud mental han sido más comunes entre quienes percibían en sí mismos un pobre estado de salud general. También se reflejó entre quienes tuvieron algún familiar cercano afectado por la covid-19.
Las consecuencias en la esfera emocional son diversas e incluyen problemas clínicos tales como el insomnio, la irrupción de síntomas obsesivo-compulsivos o el estrés postraumático. Juntos pueden llegar a afectar a más de la mitad de quienes superaron la fase aguda de la infección.
Conexión neurológica y psicológica
Asimismo, sabemos que los trastornos ansiosos y depresivos comparten bases neurobiológicas (región frontal) y psicológicas (como el alto afecto negativo). Con ello, los largos estados de estrés pueden precipitar una mixtura de ambos fenómenos clínicos.
Muchas veces estos dos síntomas irrumpen a nivel subclínico en los días o semanas posteriores a la amenaza, pero evolucionan insidiosamente hasta alcanzar una magnitud clínica. Esto se debe al acúmulo de nuevas pérdidas y al progresivo abandono de actividades que la persona valoraba de una forma positiva.
En ese sentido, los esfuerzos terapéuticos deben estar orientados a la activación conductual. Es decir, a recuperar hábitos significativos e importantes dentro de las posibilidades.
De la misma forma, deben promocionar los factores de protección sobre los que tenemos conocimiento hoy en día. Entre ellos, destacan la resiliencia (capacidad para trascender la adversidad y extraer de ella aprendizajes constructivos), el apoyo social o el fortalecimiento de los mecanismos adaptativos en los procesos de duelo.
En definitiva, la salud mental adquiere ahora más que nunca una importancia capital, y debemos invertir tantos esfuerzos como sean necesarios por preservarla y recuperarla.
Joaquín Mateu Mollá, Profesor Adjunto en Universidad Internacional de Valencia, Doctor en Psicología Clínica, Universidad Internacional de Valencia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.