Vida

Una isla de acantilados blancos

Sin saber por qué, recordaba una isla de fascinantes acantilados blancos

Esta tarde, sin saber por qué, recordaba una isla de fascinantes acantilados blancos, Rügen, la mayor isla de Alemania, adonde íbamos en mi niñez a pasar las vacaciones de verano.

Las rocas blancas cretáceas, contra las que se estrella el mar Báltico o del Este, un mar casi siempre gris como el cielo lleno de nubes, con una estrecha franja de playa, en la que yo buscaba caracoles o jugaba construyendo castillos de arena.

A poca distancia del mar estaba nuestra casa tras un trigal, a la que no se miraba desde la playa cuando estaba crecido el dorado trigo salpicado de amapolas. Al mediodía estaba tibio el mar y nos tumbábamos con mi madre al sol o nadábamos en unas aguas mansas, cercanas a un pueblito llamado Mugliz, de pescadores y campesinos.

En la playa mi madre se ponía a inventar cuentos de hadas, reinas o princesas y también de pescadores, navegantes y piratas con sus aventuras. Acostados sobre la arena el mar llegaba hasta nuestros pies y el trigal se ondulaba con el viento. A veces caminábamos a lo largo del mar con pies descalzos que se hundían en la arena suave y caliente.

Caminábamos y hablábamos. Ahora aquellos diálogos se repiten en mi memoria de los días aquellos. ?La gata color de miel ha parido tres gatitos?, decía mi madre. ?A la ciudad no nos podemos llevar a los gatos?, insistía papá, pero al retornar a Berlín yo había escondido un gatillo, color de miel, en mi bolsa de mano. Era tan pequeñito que cabía en ella. ?¿Para qué quería el gato?, preguntó medio enfadado mi padre, pero sus enojos pasaban pronto.

La tarde iba cayendo y el recuerdo volvía a la isla y al gatillo. En Guatemala tengo otro gato color de miel, Pepito Darlee, que ya es muy viejito y enfermo y temo que no me va a durar. Qué sentido tiene querer a algo o alguien si todo se lleva el viento. Cuando comenzó la segunda guerra mundial sobre la isla Ruegen, de unos 930 kilómetros, se escuchaba el zumbido de aviones invisibles, cargados de bombas, que los ingleses arrojaban sobre las cercanas ciudades alemanas Stralsund, Greifswald, Rostock, etc.

En las noches todo permanecía oscurecido y las ventanas de las casas tenían cortinas negras. Todos teníamos pavor a las noches de plenilunio. Siguió mucho tiempo la guerra, de la que no me había hablado mi madre contándome cuentos de hadas, y siguió muriendo la gente.

Luego mis padres me mandaron a España con doce años, porque España era un país neutral. El Mediterráneo de la Costa Brava catalana es un mar espléndido en una intensa luz del sol, y con el paisaje de pequeñas bahías con olor a pinos verdes, pero la isla Rügen, con sus solitarios acantilados blancos hechos de roca cretácea o pizarra jamás se ha marchado de mi memoria.

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