Era un alemán ejemplar, botánico, geólogo, geógrafo, y conocedor de otras ciencias largas de enumerar, fue el primer extranjero admitido por el gobierno español de entonces para visitar a América, donde ha recorrido vastos terrenos coloniales, viajando por el Orinoco, que tiene 22 kilómetros de anchura y son tres mil kilómetros que abarca su extensión total.
Humboldt ha caminado a los cráteres de los volcanes, atravesando selvas tupidas de árboles en medio de la exuberancia del paisaje tropical americano.
En aquella naturaleza desorbitada, bella, de riqueza extraordinaria, estudió sus flores y su fauna, pintó los mapas de su recorrido y luego escribió su obra monumental “Cosmos” (1845 – 1862), una obra que cautiva por su espíritu y su lenguaje, así como por su contenido científico.
“Cosmos” es un libro de una enciclopedista genial, que causa la misma impresión que la Naturaleza misma la que describe, una obra en la que la ciencia y la literatura se funden, formando una unidad inseparable. Y, sin embargo, la han leído pocos.
“Vistas de las cordilleras” (1810 – 1813), es otro libro precioso, sobre la expedición de Humboldt a través de las colonias españolas en América, donde el lector aprende mucho sobre las culturas indígenas y sus entornos naturales y se establece un paralelismo entre estas y las de los pueblos de todo el mundo: los griegos, los romanos, los egipcios y los tibetanos.
Yo tengo la dicha de dirigir el Instituto de Cultura “Alejandro von Humboldt” en Guatemala que lleva su nombre. Un día sonó el teléfono y una voz rustica dijo “quiero hablar con Alejandro”.
Pregunté a los camareros del Club Alemán quién de ellos se llama Alejandro. Dijeron: “No lo tenemos”.
“No tenemos aquí a ningún Alejandro”, contesté, entonces él del teléfono insistió, que quería hablar con “Alejandro von”.
Comprendí que quería hablar con Alejandro von Humboldt, y le aclaré que él ya se había muerto.
¿Y usted es su viuda? quiso saber aquel hombre. Traté de culturizarlo y aclararle que Humboldt vivió en el tiempo cuando Kant triunfaba en la filosofía, Beethoven en la música, Goehte y Schiller en la poesía alemana, pero mi secretaria dijo: “No le complique más el asunto”.
Este telefonema me ha inspirado ahora, algunos años después, contar a mis lectores, mi “intima relación” con Alejandro von Humboldt, quien, por cierto, murió soltero, por lo que no dejó viuda.
Un día en el aeropuerto de San Francisco, esperando el avión a Sta. Mónica, conversando con un joven matrimonio norteamericano, que quería saber qué es lo que yo hago en Guatemala, les conté que estoy con Humboldt y el marido preguntó si él era mi esposo. Dije que no.
¿Entonces, él es su boy-friend?, insistió aquel joven, quien no sabia tampoco quien era Humboldt, ni cuándo hubiéramos podido haber coincidido en las cordilleras de los Andes.