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Entre los más conocidos encontramos personajes como Hércules Poirot, Philip Marlowe, Miss Marple, Padre J. Brown, o incluso los imberbes Lorenzo Falcó de Pérez-Reverte y Antonia Scott de Juan Gómez Jurado.
Sin embargo, a pesar de la ingente cantidad de policías, comisarios y sabuesos que acampan en las librerías, el detective privado más famoso y carismático sigue siendo Sherlock Holmes.
El personaje ha sido encumbrado a la posteridad por su envidiable habilidad para la observación, la ciencia forense y el razonamiento lógico, que en ocasiones permite a Holmes traficar con soluciones inverosímiles. Sherlock Holmes fue creado por el escritor británico Sir Arthur Conan Doyle e hizo su primera aparición pública en noviembre de 1887 en la popular revista Beeton’s Christmas Annual. En ese número aparece la novela Estudio en escarlata, de la que el detective era el protagonista. Hasta llegar a ese momento, la vida de Doyle estuvo enriquecida con múltiples situaciones que hicieron posible la creación de Sherlock Holmes.
El cirujano que inspiró a Holmes
Antes de blandir la pluma, Doyle empuñó el bisturí, ya que estudió medicina desde 1876 hasta 1881 en la Facultad de Medicina de la Universidad de Edimburgo. En ese tiempo, Doyle empezó a escribir pequeños cuentos como The Haunted Grange of Goresthorpe. También en esa etapa, gracias al conocimiento que consiguió adquirir en el área botánica, pudo publicar en 1879 su primer artículo académico, “Gelsemium como veneno” en el British Medical Journal.
En Edimburgo, Arthur Conan Doyle conoció al Dr. Joseph Bell, con quien mantuvo relación profesional hasta llegar a actuar como su secretario en el Royal Infirmary de Edimburgo, uno de los hospitales más prestigiosos de Escocia.
Joseph Bell era bisnieto de Benjamin Bell, considerado el primer cirujano científico escocés. Joseph era metódico e inteligente, con enormes aptitudes para la observación y la deducción, lo que le confería una personalidad analítica.
Cirujano de la reina
Bell sirvió como cirujano personal de la reina Victoria cada vez que ésta visitaba Escocia, y sus intuiciones diagnósticas asombraron tanto a los estudiantes de medicina como a los pacientes: incluso antes de que los pacientes pronunciaran una palabra, Bell describía sus síntomas brindando detalles de sus vidas pasadas, y rara vez se equivocaba.
La reputación de Bell era mayúscula y en poco tiempo publicó varios libros de texto de medicina, incluido un manual sobre operaciones quirúrgicas en 1886. Sin embargo, la faceta más reputada de Bell era la de maestro, que estaba guarecida en su legendaria habilidad en el diagnóstico. Esta habilidad estaba basaba sustancialmente en su agudo poder de observación. ¿Les recuerda a alguien?
Precursor de la medicina forense
El método analítico que Bell mostraba en sus clases, junto con el resto de competencias que aglomeraba, fascinaron a Doyle. De hecho, dadas sus aptitudes, el profesor Joseph Bell colaboró en varias ocasiones con Scotland Yard, incluido el caso de Jack el Destripador, y hoy día es considerado uno de los precursores de la medicina forense.
En diciembre de 1893, Arthur Conan Doyle escribió al Dr. Bell una carta en la que afirmaba que sin duda a él le debía la concepción de Sherlock Holmes, y que no creía haber exagerado en lo más mínimo en su descripción de las capacidades analíticas que había visto desarrollar a Bell en sus consultas. En la misiva, Doyle aseguraba haber tratado de construir su personaje basándose en la capacidad de deducción, inferencia y observación que había oído inculcar a Bell en sus clases.
Enfermedades infecciosas
Previo a la publicación de su obra y la creación de Sherlock Holmes, Conan Doyle obtuvo el doctorado en medicina por la Universidad de Edimburgo con un ensayo sobre la Tabes dorsal, una degeneración lenta de las neuronas sensoriales provocada, en muchos casos, por una infección bacteriana por Treponema pallidum. Se trata del agente causante de la sífilis, enfermedad infecciosa de curso crónico que asoló Europa durante siglos.
Aprovechando sus conocimientos médicos, en 1894 Doyle escribió una historia corta titulada La Tercera Generación, en la que ilustra cómo la sífilis congénita podía transmitirse de generación en generación. No es sorprendente que las historias de Sherlock Holmes contengan numerosas referencias a enfermedades infecciosas, ya sean locales o importadas de las colonias lejanas.
Un simple ejemplo es La aventura del detective moribundo, que fue publicada en 1913, y donde una extraña enfermedad asiática está acabando con la vida de Sherlock Holmes. En el relato, el criminal Culverton Smith utiliza una enfermedad infecciosa mortal esotérica llamada fiebre de Tapanuli como arma biológica.
Racionalismo y … ¿espiritismo?
Sin duda, la formación médica y científica acumulada por Arthur Conan Doyle, permitió al escritor enriquecer sus relatos y moldear un Sherlock Holmes realista, dotando a la literatura de uno de los detectives más célebres de la Historia.
Por esta razón resulta inverosímil que Arthur Conan Doyle se adhiriera al espiritismo e incluso fuera uno de sus principales defensores. Esta adhesión le enfrentó al gran mago e ilusionista Harry Houdini. Houdini dedicó gran parte de su vida, precisamente, a desenmascarar fraudes espirituales.
Las “hadas” de Cottingley
En 1917, Doyle ya era un afamado escritor, pero también un referente en toda aquella defensa hacia lo paranormal. Justo en aquel año, un buen día recibió una serie de instantáneas en las que podía verse a un par de niñas posando en el bosque junto a unas pequeñas hadas.
Aquella situación asombrosa pertrechó una historia que fue denominada “Las hadas de Cottingley”. Todo comenzó en el verano de 1917, en julio, cuando Frances Griffiths, de nueve años, y su madre, regresaron a Inglaterra desde Sudáfrica para quedarse con la familia Wright en Cottingley, West Yorkshire.
Una de las hijas de la familia Wright era Elsie, prima de Frances. Junto a la casa de Elsie, que tenía dieciséis años, estaba el pequeño y pintoresco valle boscoso por el que fluía Cottingley Beck. El bosque era el lugar preferido de las dos niñas, y aseguraban que volvían del bosque mojadas y manchadas por sus encuentros con las hadas.
Una fotografía como prueba
Nadie las creyó. Elsie cogió la cámara fotográfica de su padre dispuesta a documentar las reuniones con los seres mágicos. La primera fotografía que realizó Elsie muestra a Frances, con la cabeza ligeramente inclinada, mirando hacia la derecha del fotógrafo. Frente a ella bailan varias figuras de hadas aladas vestidas con ropa diáfana.
Pero Elsie tenía experiencia en el retoque fotográfico, por lo que su padre, Arthur Wright, sospechó de inmediato y pensó que habían utilizado figuras recortadas. La intuición de Arthur era cierta, aunque no se confirmó hasta muchas décadas más tarde.
Las fotografías, publicitadas por la madre de Elsie, captaron el interés de Edward Gardner, miembro de la Sociedad Teosófica de Bradford. Gardner aprovechó la circunstancia para promover el mensaje espiritual. En ese instante fue cuándo las fotografías llamaron la atención de Sir Arthur Conan Doyle, que quiso creer con vehemencia que eran reales.
La credulidad tozuda de Conan-Doyle
En realidad, las Hadas de Cottingley fueron creadas por Elsie, probablemente copiando imágenes del Libro de regalos de la princesa María, publicado en 1914. Pero en aquel momento la gente quería creer en las hadas, quizás para huir de la horrible realidad que les asediaba, ya que la Primera Guerra Mundial (1914-1918) todavía estaba vigente.
La historia fue aceptada como cierta. De hecho, Doyle escribió un artículo en el Strand Magazine titulado “Hadas fotografiadas: un suceso memorable”, y trató este fenómeno en profundidad en su obra El misterio de las hadas (1921). El debate sobre la autenticidad de las hadas continuó hasta la década de 1960, por lo que Doyle quiso creer, y creyó, en las hadas de Cottingley hasta su muerte en 1930.
La investigación de 1980
Parece increíble, pero las fotografías no fueron completamente desacreditadas hasta la década de 1980, cuando Geoffrey Crawley, el editor del “British Journal of Photography”, llevó a cabo una gran investigación y concluyó que eran falsificaciones. En 1983 Elsie confesó el engaño, pero Frances mantuvo toda su vida que “Hadas y su baño de sol”, la quinta y última imagen que tomaron las primas, no era una falsificación y mostraba hadas reales.
La verdad es que probablemente a muchas personas les gustaría que fuera cierta la afirmación y la historia de Frances en la que creyó Doyle. El mundo sería aún más interesante y quizás un poquito más bello.
Raúl Rivas González, Catedrático de Microbiología, Universidad de Salamanca
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.