HORRORES IDIOMÁTICOS Y ALGO MÁS
Mis lecturas infantiles
Cuando cumplidos los cuatro años ya sabía leer y escribir —¿qué otra cosa podía hacer un ratón de biblioteca, nacido entre libros y sin que existiera la tecnología?— mi padre me empezó a comprar cuentos de Andersen, de los hermanos Grimm, de Perrault y de algún otro autor cuyo nombre he dejado en el tintero. Leí, y en desorden, sin que mencione a los autores, algunos que me impresionaron más que otros: El gato con botas (desde muy niña amaba a esos felinos), La fosforerita, o La pequeña cerillera, que me hizo llorar “a cántaros”, Blanca Nieves, con siete enanitos más pequeños que yo que me cuidaban en la noche de los fantasmas, aunque en verdad nunca creí en esos seres, producto de la
Hice mi Primera Comunión a los siete años y los regalos fueron un alud de libros de los cuales ya muchos había leído, pero devoré los Cuentos de hadas japoneses, La Ilíada y la Odisea contadas a los niños y Las mil y una noches traducidas del árabe por Galland. La otra traducción vertida al francés por el doctor Mardrus, y de este al español por Blasco Ibáñez, llamada Las mil noches y una noche, bastante amoral, la leí cuando logré quitarle llave a la librería prohibida por papá —ingenuo él—, que pensaba que una llave casi simbólica me impediría el acceso a “los libros proscritos”. Entre los cuentos que me regalaron había tres simpatíquisimos: Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, que lamentablemente he perdido. Me encantaría volver a leer las aventuras de esos tres personajes en la corte de un rey imaginario de Verona.
Vuelvo a mis primeros cuentos: Me sentí El Patito feo durante mis años escolares: Algunas compañeras se burlaban, porque mientras ellas balbuceaban yo sabía leer y escribir. Más tarde, otras me ignoraban y las buenas samaritanas me aceptaban en sus grupos. El complejo de “patito feo” desapareció de mi vida cuando fui Miss Guatemala y luego finalista en el Miss Universo. Nunca me sentí Cenicienta, excepto cuando mi príncipe me quitó, que no me puso, la zapatilla de cristal, y ahora que he visto la película, con personajes reales, he comprendido que el consumismo es tan viejo como andar a pie. No importaba que el príncipe pudiera ser feo y tonto. Interesaba que tuviera poder y oro. La chica que llegó a ser su reina, desinteresada y buena, tuvo mucha suerte: el príncipe era galán y bondadoso.
No dejo de preguntarme qué yace en el fondo de esos cuentos infantiles y es bueno que los niños los analicen, con ayuda, y saquen sus propias conclusiones, si es que los leen.
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