Escenario

Leyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias

Historias que entrelazan la magia y en cierta manera el terror en los versos de Miguel Ángel Asturias para contarnos las leyendas de tres personajes: el Sombrerón, el Cadejo y la Tatuana.

Leyendas de Miguel Ángel Asturias Leyendas de Miguel Ángel Asturias pixabay Pezibear

Historias que suprimen la separación de lo real y lo aparente. (Foto Prensa Libre: Pixabay Pezibear)

Miguel Ángel Asturias escribió Leyendas de Guatemala hace casi un siglo, en 1930.

"A mi madre que me contaba cuentos", comienza la obra del Nobel de Literatura.

"Una primera y deslumbrante irrupción al universo del mito, poesía, contraposición y espejo que sería luego la literatura del Nobel guatemalteco", anota Javier Mosquera en la edición de F&G Editores.

Leyendas de Miguel Ángel Asturias
Miguel Angel Asturias recibió el Premio Nobel de Literatura en 1967. (Foto Prensa Libre: Hemeroteca PL)

"Unas leyendas que a través del surrealismo, la poesía y los decires de viejos con güegüecho, nos muestran el corazón de esta tierra de ruinas enterradas, heridas abiertas y mitos entrecruzados", según Mosquera.

Presentamos un extracto de tres de los principales personajes de los cuentos orales de nuestro país, en las letras del Nobel de Literatura, que este año cumple 125 años de haber nacido y 50 de haber muerto físicamente, porque su legado vive.

Lo invitamos a leer las versiones completas en el libro Leyendas de Guatemala, que incluye más leyendas salidas de su mágica e ingeniosa pluma.

Leyendas del Sombrerón

El Sombrerón recorre los portales... dice Asturias en la primera línea.

Un monje que vivía en sus oraciones y un día vio pasar por una calle que circunda los muros del convento a un niño jugando con una pelotita de hule.

Y sucedió...

Y sucedió, repito para tomar aliento -dice Asturias- que por la pequeña y única ventana de su celda, en uno de los rebotes se coló la pelotita.

El religioso, que leía la anunciación de Nuestra Señora en un libro de antes, vio entrar el cuerpecito extraño, no sin turbarse, entrar y rebotar con agilidad midiendo piso y pared, pared y piso, hasta pedir el impulso y rodar a sus pies como un pajarito muerto. ¡Lo sobrenatural! Un escalofrío le cepilló la espalda.

El corazón de daba martillazos, como a la Virgen desustanciada en presencia del Arcángel. Poco, necesitó sin embargo, para recobrarse y reír entre dientes de la pelotita.

Sin cerrar el libro ni levantarse de su asiento, la recogió para devolverla. Cuando iba a hacerlo, una alegría inexplicable le hizo cambiar de pensamiento: su contacto le produjo gozos de santo, gozos de artista, gozos de niño.

Poco a poco se apoderaba del santo hombre un deseo loco de saltar y saltar como la pelotita.

-¡La Tierra debe ser esto en manos del Creador! -pensó.

No lo dijo porque en ese instante se le fue de las manos -rebotadora inquietud-, devolviéndose en el acto, con voluntad extraña, tras un salto, como una inquietud.

-¿Extraña o diabólica?...

Fruncía las cejas -brochas en las que la atención riega dentrífico invisible- y, tras varios temores, reconciliábase con la pelotita, digna de él y de toda su alma justa, por su afán elástico de levantarse al cielo.

¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!... Sería una lástima perderla. Esto le apenaba, arreglándoselas para afirmar que no la perdería, que nunca le sería infiel, que con él la enterrarían... tan liviana, tan ágil, tan blanca...

¿Y si fuese el demonio?

-¡Buenos días le dé Dios, señor!

La voz de una mujer sacó al monje de sus pensamientos. Traía de la mano a un niño triste.

-Vengo, señor, a que, por vía suya, le eche los Evangelios a mi hijo, que desde hace días está que llora, desde que perdió aquí, al costado del convento, un apelota que, ha de saber su merced, los vecinos aseguraban que era la imagen del demonio...

(Tan liviana, tan ágil, tan blanca...)

El monje de detuvo de la puerta para no caer del susto, y, dando la espalda a la madre y al niño, escapó hacia su celda, sin decir palabra, con los ojos nublados y los brazos en alto.

Llegar allí y despedir la pelotita, todo fue uno.

-¡Lejos de mí, Satán! ¡Lejos de mí, Satán!

La pelota cayó fuera del convento -fiesta de brincos y rebrincos de corderillo en libertad-, y, dando su salto inusitado, abrióse como por encanto en forma de sombrero negro sobre la cabeza del niño, que corría tras ella. Era el sombrero del demonio.

Y así nace al mundo el Sombrerón.

Leyendas de Miguel Ángel Asturias SOMBRERON
(Foto: Prensa Libre: Pexels -Trinity Kubassek)

Leyenda del Cadejo

Y asoma por las vegas el Cadejo, que roba mozas de trenzas largas y hace ñudos en las crines de los caballos.

Madre Elvira de San Francisco, prelada del monasterio de Santa Catarina, sería con el tiempo la novicia que recortaba las hostias en el convento de la Concepción, doncella de loada hermosura y habla tan candorosa que la palabra parecía en sus labrios flore de suavidad y de cariño.

Desde una ventana amplia y sin cristales miraba la novicia volar las hojas secas por el abraso del verano, vestirse los árboles de flores y caer las frutas maduras en las huertas vecinas al convento.

Fuera de la ventana, en los hundidos aposentos, se unía la penumbra calientita, en la que las mariposas asedaban el polvo de sus alas, al silencio del patio turbado por el ir y venir de las lagartijas y al blando perfume de las hojas que multiplicaban el cariño de los troncos enraizados en las vetustas paredes.

Y dentro, en la dulce compañía de Dios, quitando la corteza a la fruta de los Ángeles para descubrir la pulpa y la semilla que es Cuerpo de Cristo, largo como la médula de la naranja -¡vere tu es Deus absconditus!-, Elvira San Francisco unía su espíritu y su carne a la casa de su infancia, de pesadas aldabas y levísimas rosas, de puertas que partían sollozos en el hilván del viento, de muros reflejados en el agua de las pilas a manera de huelgo en vidrio limpio.

Las voces de la ciudad turbaban la paz en su ventana, melancolía viajera que oye moverse el puerto antes de levar anclas; la risa de un hombre al concluir la carrera de un caballo o el rodar de un carro, o el llorar de un niño.

Un taconeo presuroso la sobrecogió. Los flecos del eco tamborileaban en el corredor...

-¡Niña, niña! -entró dando voces-, le cortarán la trenza, le cortarán la trenza, le cortarán la trenza!...

Lívida y elástica, la novicia se puso en pie para ganar la puerta al verle entrar.

Un sollozo, como estrega, la titilaba en la garganta. Los pájaros tijereteaban el crepúsculo entre las ruinas pardas e impedidas. Dos eucaliptos gigantes rezaban salmos penitenciales.

Atada a los pies de un cadáver, sin poder moverse, lloró desconsoladamente, tragándose las lágrimas en silencio como los enfermos a quienes se les secan y enfrían los órganos por partes. Se sentía muerta, se sentía aterrada, sentía que en su tumba -el vestido de huérfana que ella llenaba de tierra con su ser- florecían rosales de palabras blancas, y poco a poco su congoja se hizo alegría de sosegado acento...

En su trenza estaba el misterio. Suma de instantes angustiosos.

La ventana y ella se llenaban de cielo...

-¡Niña, Dios sabe a sus manos cuando comulgó! murmuró el del gabán, alargando sobre las brasas de sus ojos la parrilla de sus pestañas.

La novicia retiró las manos de las hostias al oír la blasfemia. ¿No, no era un sueño! Luego palpóse los brazos, los hombros, el cuello, la cara, la trenza... Detuvo la respiración un momento, largo como un siglo al sentirse la trenza.

¡La luz sostenía la imposible realidad del enamorado, que alargaba los brazos como un Cristo que en un viático se hubiese vuelto murciélago, y era su propia carne! Cerró los ojos para huir, envuelta en su ceguera, de aquella visión de infierno, del hombre que con solo ser hombre la acariciaba hasta donde ella era mujer.

Y no supo más de ella. Entre un cadáver y un hombre, con su sollozo de embrujada indesatable en la lengua, que sentía ponzoñosa, como su corazón, media loca, regando las hostias, arrebatóse en busca de sus tijeras, y al encontrarlas se cortó la trenza y, libre de su hechizo, huyó en busca del refugio seguro de la madre superiora, sin sentir más sobre sus pies los de la monja.

*

Pero, al caer su trenza, ya no era trenza, se movía, ondulaba sobre el colchoncito de las hostias regadas en el piso.

El reptil sin cabeza dejaba la hojarasca sagrada de las hostias.

El demonio había pasado como un soplo por la trenza que, que al extinguirse la llama de la vela, cayó al piso inerte.

Y a la medianoche, convertido en un animal largo -dos veces un carnero por luna llena, del tamaño de un sauce llorón por la luna nueva-, con cascos de cabra, orejas de conejo y cara de murciélago, el hombre-adormidera arrastró al infierno la trenza negra de la novicia que con el tiempo sería madre Elvira de San Francisco -así nace el cadejo-, mientras ella soñaba entre sonrisas de ángeles, arrodillada en su celda, con la azucena y el cordero místico.

Leyendas Miguel Ángel Asturias CADEJO
(Foto Prensa Libre: Pexels-Cottonbro)

La leyenda de la Tatuana

Ronda por Casa-Mata la Tatuaba...

El árbol que amaneció un día en el bosque donde está plantado, sin que ninguno lo sembrara, como si lo hubieran llevado los fantasmas. El árbol que anda... El árbol que cuenta los años de cuatrocientos días por las lunas que ha visto, que ha visto muchas lunas, como todos los árboles, y que vino ya viejo del Lugar de la Abundancia.

Al llenar la luna del Búho-Pescador (nombre de uno de los veinte meses del año de cuatrocientos días), el Maestro Almendro repartió el alma entre los caminos y se marcharon por opuestas direcciones hacia las cuatro extremidades del cielo. La negra extremidad: Noche sortílega. La verde extremidad: Tormenta primaveral. La roja extremidad: Guacamayo o éxtasis del trópico. La blanca extremidad: Promesa de tierras nuevas. Cuatro eran los caminos.

¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?

El más veloz, el Camino Negro, el camino al que ninguno habló en el camino, se detuvo en la ciudad, atravesó la plaza y en el barrio de los mercaderes, por un ratito de descanso, dio el alma del Maestro al Mercader de Joyas sin precio.

Al saber el Maestro lo que el Camino Negro había hecho, tomó naturaleza humana nuevamente, desnudándose de la forma vegetal de un riachuelo que nacía bajo la luna ruboroso como una flor de almendro, y encaminóse a la ciudad.

Y guiado por las sombras, en el barrio de los mercaderes encontró la parte de su alma vendida por el Camino Negro al Mercader de Joyas sin precio. La guardaba en el fondo de una caja de cristal con cerradores de oro.

Sin perder tiempo se acercó al Mercader, que en un rincón fumaba, a ofrecerle por ella cien arrobas de perlas.

El Mercader sonrío de la locura del Maestro. ¿Cien arrobas de perlas? ¡No, sus joyas no tenían precio! Ofreció entonces esmeraldas, grandes como maíces, de cien en cien almudes, hasta formar un lago de esmeraldas. Le daría amuletos, ojos de namik para llamar el agua, plumas contra la tempestad, marihuana para su tabaco... Piedras preciosas para construir, en medio el lago de esmeraldas, un palacio de cuento!

El Mercader se negó. Sus joyas no tenían precio, y, además, ¿a que seguir hablando?, ese pedacito de alma lo quería para cambiarlo, en un mercado de esclavas, por la esclava más bella.

Después de un año de cuatrocientos días -sigue la leyenda- cruzaba los caminos de la cordillera el Mercader. Volvía de países lejanos, acompañado de la esclava comprada con el alma del maestro, del pájaro flor, cuyo pico trocaba en jacintos las gotitas de miel, y de un séquito de treinta servidores montados.

La esclava iba desnuda con su cabellera negra envuelta en un solo manojo como serpiente. El Mercader iba vestido de oro, abrigadas las espaldas con una manta de lana de chivo. Palúdico y enamorado, al frío de su enfermedad se unía al temblor de su corazón.

Repentinamente, aislados goterones rociaron el camino percibiéndose muy lejos, en los abajaderos, el grito de los pastores que recogían los ganados, temerosos de la tempestad.

En tanto, el Maestro Almendro, que se había quedado en la ciudad perdido, deambulaba como loco por las calles.

¿Cuántas lunas pasaron andado los caminos?... -preguntaba de puerta en puerta.

Y pasado mucho tiempo, interrogando a todos, se detuvo a la puerta del Mercader de Joyas sin precio a preguntar a la esclava, única sobreviviente de aquella tempestad: -¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?...

Entre los labios de la esclava se acurrucó la respuesta y endureció sus dientes. El maestro callaba con insistencia de piedra misteriosa. Llenaba la luna del Búho-Pescador. En silencio se lavaron la cara con los ojos, al mismo tiempo, como dos amantes que han estado ausentes y se encuentran de pronto.

La escena fue turbada por ruidos insolentes. Venían aprenderles en nombre de Dios y el Rey; por brujo a él y por endemoniada a ella. Entre cruces y espadas bajaron a la cárcel, el Maestro con la barba rosada y la túnica verde, y la esclava luciendo las carnes de tan firmes que parecían de oro.

Siete meses después se les condenó a morir quemados en la Plaza Mayor. La víspera de ejecución, el Maestro acercóse a la esclava y con la uña le tatuó un barquito en el brazo, diciéndole:

-Por virtud de este tatuaje, Tatuana, vas a huir siempre que te halles en peligro, como vas a huir hoy. Mi voluntad es que seas libre como mi pensamiento; traza este barquito en el muro, en el suelo, en el aire, donde quieras, cierra los ojos, entra en él y vete...

Sin perder un segundo, la Tatuana hizo lo que el Maestro dijo: trazó el barquito, cerró los ojos y entrando en él -el barquito se puso en movimiento-, escapó de la prisión y de la muerte.

Y a la mañana siguiente, la mañana de la ejecución, los alguaciles encontraron en la cárcel un árbol seco que tenía entre las ramas dos o tres florecitas de almendro, rosadas todavía.

Leyendas de Miguel Ángel Asturias TATUANA
(Foto Prensa Libre: Pixabay Claudiosix)

ESCRITO POR:

Lucrecia Choy

Periodista de Prensa Libre especializada en temas de bienestar y cultura con más de 20 años de experiencia. Reportera del Año del área de Revistas y Suplementos en 1999.