El estudio, publicado en la revista PLoS One, sugiere que esta habilidad nata para detectar la cantidad de grasa en los alimentos fue de gran importancia en nuestra evolución. La preferencia por la comida grasosa surgió como una manera fácil de consumir la mayor cantidad posible de calorías. La grasa es de las pocas fuentes de energía que podemos almacenar durante largos periodos de tiempo, siendo útil en tiempos de escasez de alimentos.
Lundström y sus colegas se preguntaban si habíamos desarrollado otras maneras -además del gusto- de reconocer cuáles alimentos son abundantes en calorías. Reclutaron a voluntarios tanto de Estados Unidos como de los Países Bajos y les pidieron que olieran varios tipos de leche, con diferentes porcentajes de grasa, e identificaran su contenido graso.
Las personas fueron capaces de identificar hasta las diferencias mínimas en los niveles de grasa de las diferentes muestras de leche. Los científicos no encontraron diferencia alguna en la habilidad de quienes consumían leche regularmente de quienes no lo hacían, probando que no es una práctica aprendida. Sin importar su índice de masa corporal, los voluntarios detectaron exitosamente la cantidad de grasa en la leche basándose solamente en su olor.
Los humanos contamos con un sentido previamente desconocido. Al oler dos platillos diferentes, podemos reconocer cuál tiene más grasa y, por lo tanto, mayor contenido calórico. Los investigadores seguirán estudiando esta habilidad con la esperanza de que pueda ser una herramienta para la pérdida de peso y el monitoreo de dietas saludables.