Fue internada en 1882, a los 14 años, pues sufría de “baile de San Vito”, como se le decía a la corea de Sydenham, una enfermedad infecciosa del sistema nervioso, pero la mantuvieron ahí para protegerla de su abusiva madre.
Recuerdo los hermosos edificios, los macizos de flores ordenados, los techos suaves de La Salpêtrière y recuerdo cómo parecía que las magníficas puertas de hierro forjado me encerraban con algún pasado grandioso y glorioso.
Sólo que ese pasado no era precisamente grandioso ni glorioso.
La Salpêtrière, ubicado en el extremo sureste de la ciudad, había empezado siendo una fábrica de pólvora, pero en 1656 Luis XIV decidió “poner fin a la mendicidad y la ociosidad, como fuente de todo desorden” y convirtió el lugar en uno de los establecimientos que formaban parte del Hospital General de París.
Destinado a alojar a mujeres que la sociedad consideraba anormales —como señala Michael Foucault en su seminal “Historia de la locura en la época clásica”— La Salpêtrière no ofrecía tratamientos ni cuidados sino exclusión y recibía a las arrestadas en las redadas en las calles de la capital francesa que no eran elegidas para convertirse en las madres de la Nueva Francia en América.
En esa era del “Gran confinamiento”, La Salpêtrière era usado como prisión para prostitutas, criminales dementes, discapacitadas mentales y pobres.
Con el tiempo, las razones para internar a mujeres en el lugar se multiplicaron y miles de mendigas, hijas del adulterio, huérfanas, lisiadas, ciegas, epilépticas, alcohólicas, seniles, suicidas, idiotas, moribundas, ladronas, criminales, brujas, hechiceras, protestantes, judías, melancólicas, lesbianas, prostitutas, locas, libertinas, depravadas, erotomaníacas, gordas, malcriadas, bohemias y demás terminaron tras esas magníficas puertas de hierro forjado que más tarde recordaría Jeanne Beaudon.
Y luego llegó la Revolución, con una masacre, una liberación y un gran cambio.
Liberación
La Revolución francesa no ocurrió de un día para otro; fue un proceso que duró desde 1787 hasta 1799, en el que las prisiones tuvieron una y otra vez roles protagónicos, desde la famosa toma de la Bastilla hasta las Masacres de septiembre de 1792, cuando entre 1.110 y 1.400 reclusos en cárceles de París y otras ciudades fueron ejecutadas.
La Salpêtrière, que servía también como prisión, fue asaltada y más de 100 prostitutas fueron liberadas, pero 25 “locas“ fueron sacadas de sus celdas y asesinadas en las calles.
Sin embargo fueron los principios de esa misma revolución de la que hizo parte ese sombrío episodio los que eventualmente inspirarían cambios para la población residente en el desafortunado lugar, de la mano de doctor Philippe Pinel quien, de cierta forma, extendió “Los derechos del hombre“ a las reclusas.
Pinel mismo era producto de la Revolución francesa, un médico provincial pobre que logró ascender gracias a su talento.
Era un aliensita —médico especializado en desórdenes mentales— y parte de un movimiento de reforma que estaba también en marcha en Inglaterra, Francia y Estados Unidos para humanizar el trato de los pacientes.
Había trabajado primero en el hospital de Bicêtre, que albergaba a unos 4.000 presos, entre ellos unos 200 enfermos mentales, a los que se dedicó.
En 1794 se convirtió en jefe del servicio médico de La Salpêtrière y empezó a mejorar las instalaciones así como el tratamiento de las confinadas, incluyendo una nueva “terapia moral” desarrollada por él y sus contemporáneos en los asilos reformados, que se basaba en la idea de “liberar a la humanidad atrapada de los enfermos mentales”.
Entre tanto, afuera el público sentía tanta curiosidad que, como informó el diario Morning Post, “en 1799 estaba de moda” ir a ver a las reclusas.
Lo hacían para “estremecerse ante los dichos salvajes y la violencia de los infortunados seres encerrados en aquellos refugios de las peores enfermedades humanas”.
“Tan numerosos eran los que disfrutaban de este cruel pasatiempo que las autoridades municipales se vieron obligadas a intervenir” y ordenaron que se cerrara.
No obstante, tras las rejas, los cambios continuaban.
En 1.800 Pinel les quitó las cadenas que habían llevado en algunos casos por décadas las mujeres, un evento que conmemoraría 76 años después el pintor francés Tony Robert-Fleury en “Pinel liberando a las locas”.
Una década más tarde, un joven estudiante de neurología llamado Sigmund Freud admiraría el cuadro y reflexionaría: “La Salpêtrière, que había sido testigo de tantos horrores durante la Revolución, también había sido el escenario de la más humana de todas las revoluciones“.
La enfermedad del siglo
Pero aunque el cuadro celebraba una liberación que había ocurrido en 1800, mostraba evidencia de lo que sucedería después.
Si bien los alienistas que trabajaban bajo Pinel experimentaron con terapias que incluían algunas poco ortodoxas como una cura con champán, las mujeres con la boca abierta que se rasgan la ropa, alucinan o miran fijamente al espacio en el lado derecho del lienzo reflejan la literatura médica popularizada por el doctor Jean-Martin Charcot.
Charcot fue nombrado en 1862 director del hospital y, aunque fue principalmente un neuropatólogo y convirtió a La Salpêtrière el centro neurológico más importante del mundo, desarrolló un profundo interés por lo que el escritor Jules Claretie, entre otros, calificó como “la gran enfermedad del siglo”.
Era un mal con el que los franceses estaban obsesionados, pero no uno que habían inventado.
De hecho, sus inventores no fueron ni siquiera los antiguos griegos, quienes sin embargo contribuyeron con la palabra que lo nombra: histeria, del griego hístero, que significa útero.
Resultó muy útil, pues durante casi toda la historia sólo se le podía diagnosticar a la mitad de la humanidad carente de pene y cubría un amplio espectro de irregularidades, desde el insomnio y la irritabilidad hasta la infertilidad y la infelicidad, incluyendo fallas como la desobediencia y la impertinencia, la reticencia a casarse y la falta o exceso de apetito sexual.
La miseria humana
Charcot se había hecho conocido en los círculos científicos por una asombrosa serie de descubrimientos en neurología, pero su decisión de abordar la histeria llevó su fama a otro nivel.
En ese “gran asilo de la miseria humana”, como lo llamaba, Charcot y su equipo se dedicaron a estudiar a las cautivas diagnosticadas con ese mal.
En un informe de 1878, rechazó la idea de que todas las formas de histeria tenían una base puramente psicológica y, aunque no pudo encontrar ninguna base anatómica para sus conclusiones, aisló una forma extrema como una “alteración fisiológica” o una névrose (una aflicción general del sistema nervioso).
Aseguró que no solo era una enfermedad verdadera, sino que los ataques tenían cuatro fases distintas e identificables:
- tónica (similar a un ataque de epilepsia);
- clónica, con contorsiones y finalizando con el arcs du circle (el cuerpo en arco sostenido sobre la cabeza y los pies);
- pasional (emoción extrema y éxtasis)
- delirio final (lánguido y somnoliento)
Charcot y sus colaboradores documentaron y reprodujeron esta serie de síntomas, provocando crisis con luces brillantes y sonidos fuertes, pinchando cuerpos, aplicando corriente eléctrica y administrando éter, transcribiendo las fantasías y delirios de los pacientes.
Las curas incluían el hipnotismo y la electroterapia, así como el magnetismo y la compresión ovárica.
La llamó la grande hystérie, o la gran histeria, un mal tan real que lo podía mostrar en público.
Reemplazó las tradicionales rondas de sala con demostraciones clínicas teatrales y entrevistas a pacientes en un escenario iluminado en el anfiteatro de La Salpêtrière.
Todo un espectáculo
Ese fue el momento en ese lugar que Jeanne Beaudon recordaba en sus memorias.
Me encontré al servicio del gran profesor Charcot, con las estrellas de la histeria, una dolencia que, en ese momento, estaba causando sensación.
Los médicos más destacados, los pensadores más conocidos del mundo entero acudían en masa para asistir a los cursos presididos por el maestro y presenciar las demostraciones y experimentos sobre sus temas más famosos, escribío.
A través de técnicas como la hipnosis, la terapia de electroshock y la manipulación genital, instigaban los ataques en sus pacientes, mujeres excluidas de la sociedad a las que la historia y sus historias les habían enseñado que nunca iban a importar y que de repente se convirtieron en el foco de atención de distinguidos médicos a quienes querían complacer.
...chicas desquiciadas cuyas dolencias llamadas histeria consistían, sobre todo, en la simulación de la misma … Cuánto se esforzaban por captar la atención y ganar el estrellato. El premio era para la que encontrara algo novedoso para eclipsar a las demás cuando Charcot, seguido por un gran grupo de estudiantes, se paraba junto a la cama y observaba sus salvajes contorsiones, comenta Beaudon en su recuento entre bambalinas.
Consciente o inconscientemente, competían por ser las elegidas como modelos en las famosas Leçons du Mardi (lecciones de los martes) de Charcot, a las que acudían las mentes más distinguidas, no sólo de Francia sino del extranjero.
Mujeres como Marie Wittman, una de esas “estrellas de la histeria” y quien aparece en “Una lección clínica en La Salpêtrière”, uno de los cuadros más conocidos de la historia de la medicina.
Conocida como Blanche, era hija de un carpintero que perdió la cordura y fue internado en un asilo y una doncella; cinco de sus ocho hermanos murieron de epilepsia y ella misma se quedó sorda y muda a los 22 meses tras sufrir convulsiones.
Recuperó el habla y la audición más tarde, pero siguió teniendo ataques cada vez más fuertes.
Después de intentos de violación por parte de su empleador a los 12 años y la muerte de su madre, Blanche llegó a La Salpêtrière como sirvienta con la esperanza de ser admitida como paciente, lo cual ocurrió en 1877, cuando tenía 18 años.
Pronto fue diagnosticada con histeria y se convirtió en una de las preferidas de Charcot.
Sus arrebatos y los de las demás no sólo se podían ver en persona, sino además observarlos con detenimiento gracias a los dibujos y las esculturas del artista residente, el doctor Paul Ritcher, o las imágenes capturadas por Paul-Marie-Léon Regnard, con una tecnología recientemente inventada: la fotografía.
Regnard también tenía su modelo favorita: Louise Augustine Gleizes, por su juventud, piel clara, rostro expresivo y la teatricalidad de sus ataques; según él, “a la cámara le gusta ella”.
Conocida como Augustine o sencillamente A, desde muy temprana edad había sido víctima de castigos corporales; a los 10 años, abusada sexualmente y a los 14, violada por la pareja de su madre.
Llegó al hospital con problemas en un brazo y el abdomen, y a los 15 años estaba teniendo hasta 154 ataques de histeria en un día, ante la cámara o en las demostraciones clínicas abiertas al público.
Estos 2espectáculos de histeria” despertaron la curiosidad de los intelectuales y la aristocracia de París, hasta tal punto que se puso de moda.
“Histérica, madame, esa es la gran palabra del día“, escribió uno de los asistentes a las famosas Leçons du Mardi de Charcot, el autor francés Guy de Maupassant.
¿Estas enamorada? Eres histérica ¿Eres indiferente a las pasiones que conmueven a otros? Eres histérica, pero una histérica casta. ¿Engañas a tu marido? Eres una histérica, pero una histérica sensual. ¿Robas piezas de seda de una tienda? Histérica. ¿Mientes? Histérica ¿Eres codiciosa? Histérica. ¿Estás nerviosa? Histérica. ¿Eres a fin de cuentas lo que son todas las mujeres desde el principio de la historia? ¡Histérica! ¡Histérica!, escribió en su artículo en el periódico Gil Blas escrito en 1882.
Sobornadas por el estatus especial de que gozaban en el purgatorio de la experimentación y amenazadas con volver al infierno de los incurables, las mujeres posaban pacientemente para las fotografías y se sometían a presentaciones de ataques histéricos ante las multitudes, como señala en “La invención de la histeria” el filósofo e historiador de arte Georges Didi-Huberman.
Pero entonces, como después, el espectáculo incomodaba a muchos, incluido el propio De Maupassant.
Todos somos histéricos, ya que el Dr. Charcot, ese sumo sacerdote de la histeria, ese criador de histéricas de sala, mantiene, a un gran costo, en su establecimiento modelo de La Salpêtrière, una población de mujeres nerviosas a quienes les inocula la locura; y de ellas él hace, en poco tiempo, demonios.
Al final…
Años después de salir de La Salpêtrière, Jeanne Beaudon se reinventó como Jane Avril, una de las estrellas del Moulin Rouge que el artista Henri de Toulouse-Lautrec inmortalizó en varios de sus ingeniosos afiches, tornándola en una figura emblemática.
Augustine logró escapar de La Salpêtrière disfrazada de hombre. Nunca más se supo de ella.
Blanche fue atendida por Charcot hasta que él murió. Nunca más tuvo ataques de histeria. Se convirtió en asistente de radiología en el hospital, lo que resultó en amputaciones de sus brazos por intoxicación por radiación. Murió en 1913, a los 54 años.
Aunque sus ideas sobre la histeria más tarde fueron refutadas, el impacto de Charcot en la medicina fue enorme, algo que se refleja hoy en día en las al menos 13 enfermedades epónimas que él describió y en el reconocimiento de sus pares quienes lo recuerdan como uno de los fundadores de la neurología moderna.
Su legado se extendió postumamente a través de sus estudiantes, que incluyeron, además de Freud, el patólogo Charles Jacques Bouchard, el filósofo, psicólogo y neurólogo francés Pierre Janet y los neurólogos Joseph Babinski y Georges Gilles.
La relación entre la histeria y el arte tuvo también su legado en el surrealismo, con escritores como André Breton y Louis Aragón invitando a “celebrar el quinquagenario de la histeria, el mayor descubrimiento poético de finales del siglo XIX”.
Ese llamado hicieron en su artículo de 1928 en la revista La Révolution Surréaliste, en la misma publicación en la que apareció un extracto de la novela de Breton “Nadja” en la que famosamente declaró: “La belleza será convulsiva o no será”.
Una década después, la fascinación por la histeria de los surrealistas seguía expresándose en imágenes y palabras.
La Exposition Internationale du Surréalisme de 1938 (supervisada por Marcel Duchamp) le prometió a los asistentes a su inauguración “una noche de l’hysterie“.
A pesar de que ha permanecido presente como síntoma de una enfermedad provocada por un trauma específico, tanto físico como mental, en 1980 la histeria fue eliminada de los textos médicos como un trastorno en sí mismo: ya no se considera una entidad médica o un diagnóstico.
Eso no significa que haya desaparecido ni que se haya dejado de escribir sobre ella.
Y menos, que la palabra haya perdido su poder para descalificar a las mujeres cuando se salen de la raya.
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