La razón por la que seguimos viendo las películas de Bond después de más de 50 años es que la familia ha hecho un trabajo extraordinario para proteger al personaje a lo largo del laberinto del cine y de los cambiantes gustos del público. Los socios corporativos van y vienen, pero James Bond perdura. Perdura precisamente porque está protegido por gente que lo quiere.
El acuerdo actual con Amazon da a Barbara Broccoli y Michael Wilson, que poseen el 50 por ciento del imperio Bond, garantías férreas de que seguirán teniendo el control artístico. Pero ¿será así siempre? ¿Qué pasa si una corporación tan agresiva como Amazon empieza a exigir tener voz en el proceso? ¿Qué pasa con la camaradería y el control de calidad si hay un jefe supremo amazónico que con el manejo de datos controla cada decisión? ¿Qué pasa cuando un grupo de debate informa que no le gusta que Bond beba martinis? ¿O que mate a tanta gente? Y ese acento inglés es un poco extraño, así que ¿podríamos tener más estadounidenses en la historia por razones de comercialización?
Si creen que exagero, consideren algunos datos de encuestas internas que decretaron que la adaptación cinematográfica de “Sweeney Todd”, de la cual escribí el guion, sería mucho más popular sin todas esas molestas canciones.
Según mi experiencia, esto es lo que ocurre con las películas cuando esas preocupaciones empiezan a invadir el proceso creativo: todo se diluye hasta la versión más anodina y de fácil consumo. La película se convierte en una sombra inofensiva de una cosa, no en la cosa misma. Ya no hay asperezas ni vuelos de locura cinematográfica. El fuego y la pasión se van diluyendo a medida que las ideas y las voces originales son subsumidas por las preocupaciones comerciales, la supervisión corporativa y los datos de encuestas. Me pregunto si una película de estudio tan atrevida como “Vértigo” habría sobrevivido de haber existido presiones como esas en aquella época. Por no hablar de películas radicales como “El ciudadano Kane”, “Las zapatillas rojas”, “Una cabaña en las nubes” y “Bonnie y Clyde”.
¿Por qué preocuparse por Amazon? No es que sea una empresa de mala fe, más bien es una empresa tecnológica global con una capitalización de mercado de más de 1,6 billones de dólares que produce a gran escala y está obsesionada con la “experiencia del cliente”. Digamos que no es necesariamente un defensor o guardián de la creatividad artística o del entretenimiento original. En el contexto más amplio de la empresa, Amazon Prime Video no da prioridad a los artistas. Se dedica a atraer y conservar a los clientes. Y cuando las empresas más grandes empiezan a tener voz y voto sobre personajes o franquicias icónicas, las empresas tienden a querer más, no mejor, y el diferencial de calidad puede variar enormemente, de un proyecto a otro (véase: la franquicia de “Star Wars” que va en rápida expansión en Disney y las franquicias de DC Comics de Superman, Batman y otras en Warner Bros).
Como guionista, he tenido la oportunidad de trabajar en varias películas de grandes estudios. Las que surgen con la lógica, el arte y la singularidad intactos, son siempre las que están protegidas de la influencia corporativa indebida, esas ocasiones en las que los cineastas pueden trabajar en un entorno protegido.
En mi caso, películas como “Gladiador”, “El aviador”, “Sweeney Todd”, “Rango” y “La invención de Hugo Cabret” fueron hechas con pasión y sin ninguna preocupación por la sinergia o las producciones derivadas o la mercadotecnia entre plataformas. El control artístico y la dirección son de vital importancia para las grandes películas, donde las voces son muchas y las apuestas enormes.
Cuando estábamos haciendo “Gladiador”, se necesitó a un gigante como Ridley Scott para defenderla de los incontables detractores que predecían que nuestra “epopeya de espadas y sandalias” iba a ser un desastre. Lo cuestionaron todo, en particular el final: ¿no es deprimente? ¿Cómo podremos hacer una secuela si matan al héroe? Y ¿hay alguna manera en la que podamos evitar la clasificación R (restringida)? Sin embargo, Ridley creía en la historia que estábamos contando y cómo lo estábamos haciendo, así que tuvo la determinación para mantener a raya las preocupaciones comerciales y las ruidosas voces corporativas.
Lo mismo sucedió en el caso de Martin Scorsese con nuestra película biográfica de Howard Hughes, “El aviador”. Era evidente que un sujeto como Hughes daría lugar a la controversia y a las emociones fuertes. La presión de fuera del círculo creativo se inclinaba hacia lo escabroso y sensacionalista, pero Marty rechazó cualquier desafío que amenazara nuestra versión más humana de la historia. A veces decía: “Sí, esa sería una película interesante de Howard Hughes, pero no es nuestra película de Howard Hughes”. Es importante destacar que, tanto en el caso de “Gladiador” como en el de “El aviador”, estábamos trabajando con productores valientes que defendían nuestras decisiones. Se preocupaban más por el arte que por el resultado final.
Cuando se hace una película, se necesita a un defensor que libre batallas como esas. Barbara Broccoli y Michael Wilson son los defensores de James Bond. Mantienen las presiones corporativas y comerciales a raya y tampoco se dejan motivar por ellas. Por eso no tenemos un gigantesco “universo cinematográfico de Bond”, en el que hay un sinfín de variaciones anémicas del agente 007 en la televisión o en plataformas de emisión en continuo o en películas derivadas. Las películas de Bond son, en efecto, las más personalizadas y artesanales en las que he trabajado. Por eso son originales, difíciles, excéntricas y especiales. Nunca se crearon con el trasfondo de abogados, contadores y encuestadores de mercadotecnia masiva de comercio electrónico.
Por eso es que también pueden darse el lujo de ser atrevidas. A continuación, un ejemplo de “Operación Skyfall”, de mi día favorito de trabajo en la película, por cierto.
Sam Mendes, el director, y yo fuimos a la oficina de Barbara y Michael, nos sentamos en la mesa de la familia y les propusimos la primera escena entre Bond y el villano, Raoul Silva. Cabe decir que el momento en el que el agente 007 se encuentra por primera vez con sus archienemigos suele ser el momento icónico de una película de Bond, la escena en torno a la cual uno construye buena parte de los ritmos narrativos y cinematográficos (piensen en el primer encuentro con el Dr. No o Goldfinger o Blofeld, en todas las escenas clásicas de la franquicia). Bueno, pues Sam y yo tuvimos el atrevimiento de anunciar que queríamos hacer esta escena crucial como una seducción homoerótica. Barbara y Michael no necesitaron preguntar a un grupo de espectadores su opinión. No necesitaron examinar esta idea radical con ningún estudio o corporación: les encantó al instante. Sabían que era fresca y nueva, provocativa de una manera que mantiene a la franquicia contemporánea. No tenían miedo a la controversia. En mi experiencia, no hay muchas grandes películas que puedan funcionar con tanta libertad y alegría ante el riesgo. Pero con la familia Broccoli/Wilson al mando, a Bond se le permite provocar, crecer y ser idiosincrásico. Ojalá que siga siendo así.
James Bond ha sobrevivido a la Guerra Fría, a Goldfinger, a Jaws, a la música disco y a Ernst Stavro Blofeld, en varias ocasiones. Y guardo la esperanza de que los responsables de Amazon reconozcan la singularidad de lo que acaban de adquirir y permitan y alienten que esta especial empresa familiar siga adelante sin obstáculos.
James Bond no es “contenido” y no es una mera mercancía. Forma parte de nuestras vidas desde hace décadas. Desde Sean Connery a George Lazenby, pasando por Roger Moore, Timothy Dalton, Pierce Brosnan y Daniel Craig, todos hemos crecido con nuestra versión del agente 007, por eso nos importa tanto.
Por favor, dejen al agente 007 beber sus martinis en paz. No lo agiten, no lo revuelvan.
*El autor de este texto, John Logan, es coautor de los guiones de las películas de James Bond “Operación Skyfall” y “Spectre”. Fue nominado a los premios de la Academia al mejor guion original por “El aviador” y “Gladiador” y al mejor guion adaptado por “La invención de Hugo Cabret”. Ganó un Tony a la mejor obra de teatro, “Rojo”.