¿Cómo mantiene un ritmo de 10 libros publicados en una carrera literaria que recién inició en el 2003?
Quizás porque escribo y publico en formato breve. O quizás porque escribo todas las mañanas, sin falta, como un maldito esclavo del oficio o de la rutina o de la neurosis. O quizás porque mientras escribo, tomo mucho café.
¿Manejás un horario de lectura y escritura, entonces?
Sí, tengo un horario muy rígido. Pero a veces pienso que esa rigidez se debe más a un carácter supersticioso que disciplinado. Todo escritor aprende a rendirle culto a aquello que le funciona, ya sea un horario, o una rutina, o una carencia de rutina, o un amuleto. Todo escritor es un poco pagano.
Tu literatura demuestra pericia con el lenguaje y conocimiento de la técnica narrativa. ¿Qué autores han sido elementales para lograr una escritura así?
Más que autores, yo diría que eso se debe a la forma de leerlos. Cuando un autor me gusta, más allá del puro placer estético, lo leo intentando descifrar por qué me gusta, qué malabares y acrobacias hace con el lenguaje, qué técnicas narrativas le funcionan, cómo hace para escribir como escribe. Supongo que la mía es una lectura atenta a los trucos linguísticos y narrativos. Por eso no leo en aviones. Mucha turbulencia.
¿De qué trata Mañana nunca lo hablamos?
El día después de cumplir diez años me partí en dos. Era agosto del 81. Guatemala era un caos. Recuerdo tiroteos, disparos sueltos, combates en las calles y barrancos y hasta uno enfrente de mi colegio, con todos los alumnos recluidos dentro. Recuerdo al nuevo guardia de seguridad que llegaba a la casa en las noches y se sentaba al lado de la puerta principal envuelto en un poncho, con una enorme escopeta sobre el regazo y un tibio termo de café en las manos. Recuerdo el sonido de las palabras de mi papá ¾no tanto las palabras sino el sonido que hacían¾, al anunciarnos que saldríamos del país. Yo estaba en la orilla de mi cama, recién bañado, con el pantalón del pijama aún en las manos. Tardé en comprender aquellas palabras. Tardé en terminar de vestirme. El día después de mi décimo cumpleaños, entonces, salimos huyendo con mis papás y hermanos hacia Estados Unidos, y yo me partí en dos. Mi lenguaje se partió en dos. Mi memoria se partió en dos. Un pedazo de mi memoria, el primero, el más diáfano y liviano, se quedó suspendido en la Guatemala de los años setenta. Supongo que este libro es mi manera de volver en el tiempo, y buscarlo.
¿Cumpliste algún rigor especial para iniciar y concluir la obra?
El primer rigor que cumplí, al igual que con todos mis libros, es de permitir que se fuera gestando solo. Suena mágico y trillado, pero es así. No recuerdo haber tenido consciencia de que este libro fuera el libro que yo quería escribir. Empecé a escribir episodios de mi infancia, nada más como episodios o como relatos, y poco a poco, sin darme cuenta, la estructura del libro se fue gestando sola, el sentido de esos diez episodios, relatos, o capítulos, se me esclareció. Se me impuso, digamos. Es un proceso irracional y dudoso, todo lo que no quiere un ingeniero. Pero la ingeniería viene luego, al final, al concluir la obra y tener que afianzarla, que es otro tipo de rigor.
¿El vivir fuera de Guatemala te ha dejado ver el país desde otra u otras aristas?
Vivir fuera, de niño en los años setenta, de adolescente en los años ochenta, y ahora de adulto, seguramente afecta cómo veo al país, cómo lo juzgo, y también cómo lo narro. Sin duda mi Guatemala es mía. La veo a través de mi prisma educativo, maniático, perturbado, desenfocado, y miope. Al igual que cada guatemalteco, ¿no?
¿Qué te ha dejado, como lector y escritor, la literatura?
La literatura no deja nada. La literatura no quita nada. La literatura llega y luego sigue de largo y uno se queda igual de vulnerable y solo y temeroso y tal vez un poquito más encafeinado.