Gracias a los sentidos del olfato y el gusto podemos percibir un elevadísimo número de moléculas presentes en el mundo exterior. Estas están relacionadas no solo con las sustancias alimentarias, sino también con otras potencialmente peligrosas.
La memoria de sus efectos permite aceptar o rechazar algunas de ellas a largo plazo. Además, en muchas especies (aunque no en la nuestra) el olfato facilita la detección de feromonas, las cuales producen importantes cambios conductuales.
¿Cómo percibimos los olores?
En una serie de trascendentes trabajos experimentales, reconocidos en 2004 con un Premio Nobel, Linda B. Buck y Ricard Axel demostraron que los receptores olfatorios son proteínas sensibles a la presencia de determinados olores.
Estas proteínas se localizan en las terminaciones sensibles de neuronas receptoras ubicadas en las fosas nasales. En los seres humanos hay unas 350 proteínas diferentes pero otras especies, como el ratón, expresan más de mil.
Parecen pocas, pero cada sustancia olorosa activa una combinación de estos receptores. Por eso, la cantidad de olores diferentes que se pueden percibir es enorme en la práctica.
Por el contrario, en las papilas gustativas ubicadas principalmente en la lengua solo existen receptores para cinco sabores: dulce, salado, amargo, ácido y umami (el que producen los aminoácidos como el glutamato).
En realidad, el sabor de los alimentos no depende en exclusiva de la activación de estos receptores gustativos. También depende de la sustancias volátiles que la masticación de aquellos envía desde la cavidad bucal a los receptores olfatorios por la vía retronasal.
Lo mismo sucede con otros factores como la textura y la temperatura de lo que se come, de su presentación visual y de su olor. Es decir, el que llega a los receptores olfatorios desde el exterior por vía anteronasal.
Hay una diferencia fundamental en la forma en que la información procedente de los distintos tipos de modalidades sensoriales (visión, tacto, presión, dolor, audición, equilibrio, gusto y olfato) llega al cerebro.
Todas estas vías nerviosas, salvo la olfacción, llegan a la corteza cerebral. Allí alcanzan un nivel consciente, a través del tálamo. Este último se denomina así porque es como un lecho sobre el que se asienta toda la corteza cerebral.
En qué parte del cerebro se almacenan los olores
Por el contrario, las vías nerviosas que transmiten la información olfatoria alcanzan directamente centros nerviosos relacionados con nuestro mundo interior. O sea, aquel en el que se genera y almacena nuestro acervo emocional, tanto consciente como inconsciente. Entre estas estructuras nerviosas destacan las siguientes:
- En primer lugar, el núcleo de la amígdala. Este se relaciona principalmente con emociones negativas o desagradables y con aprendizajes de tipo aversivo orientados a evitar estímulos que evoquen esas situaciones.
- En segundo lugar está el hipocampo. En él se procesan o se reactivan las memorias que conforman nuestra autobiografía no solo cognitiva sino también sentimental. Son las denominadas memorias episódicas, las cuales permiten, incluso a muy largo plazo, el recuerdo consciente de momentos personales y precisos de nuestro pasado.
- Y, por último, una porción de la corteza situada en la región más anterior del cerebro, la corteza orbitofrontal. Esta se relaciona con la toma de decisiones. Es decir, con nuestra capacidad de elegir entre distintas alternativas.
En resumen, la argumentación arriba indicada, basada sobre todo en consideraciones de tipo neuroanatómico, es la mejor fundamentación disponible hasta el momento para justificar por qué los estímulos olfatorios asociados a importantes vivencias ocurridas durante nuestra infancia tienen tanto poder evocador.
En cualquier caso, otros estímulos sensoriales, como la música, tienen también un fácil acceso a nuestro mundo emocional. Por ejemplo, es fácil sentirse apesadumbrado al oír la famosa aria “Un bel di, vedremo…” de Madama Butterfly.
Cómo se almacenan los recuerdos
Por eso, los neurocientíficos tratan de dilucidar desde hace unos años no ya dónde, sino también cómo tiene lugar la reactivación de memorias con una fuerte tonalidad emocional y que están asociadas a estímulos sensoriales olfatorios o de otras modalidades sensoriales.
Desde un punto de vista psicológico experimental parece cierto que estímulos de origen olfatorio se mantienen más tiempo en la memoria que, por ejemplo, otros de origen visual.
Ahora bien, una cosa es la memorización en el laboratorio de tareas y situaciones para su estudio experimental y otra la rememoración de situaciones vividas por los sujetos en su pasado reciente o remoto.
En relación con el segundo punto, se ha demostrado de modo experimental que una memoria autobiográfica relacionada con un olor determinado se evoca con mayor facilidad utilizando ese olor como detonante que utilizando el nombre del olor, un olor no relacionado o una imagen asociada también a dicha memoria.
Algunos de estos estudios se han realizado en personas con técnicas de imaginería cerebral, como la tomografía por emisión de positrones o la resonancia magnética funcional. Estas permiten precisar con detalle qué estructuras cerebrales (como las arriba indicadas) se activan durante la evocación de memorias autobiográficas.
Seguramente tardaremos un tiempo en encontrar la respuesta adecuada a estas cuestiones. No se trata de determinar si el olor es el mejor y más potente estímulo para asociar a memorias que queremos guardar de nuestro pasado emocional. Hay una pregunta elemental y previa que contestar: ¿dónde y cómo la fresa que se deshace en la boca se transforma en nuestro cerebro primero en sabor y finalmente en recuerdo? Dejo pendiente la respuesta.
José María Delgado Garcia, Profesor Emérito de Neurociencia, Universidad Pablo de Olavide
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.