Durante los largos y sombríos meses de 1665, la peste bubónica arrasó la ciudad de Londres. Mientras miles yacían enfermos y moribundos, alguien tenía que realizar el trabajo poco envidiable de cuidar a los afligidos durante los últimos momentos de su vida. Esa tarea invariablemente recaía en las mujeres.
BBC NEWS MUNDO
La época en la que las enfermeras eran vilipendiadas en vez de enaltecidas
La peste bubónica del siglo XVII sucitó tragedias mortales y también un desdén hacia las enfermeras que ayudaban a los contagiados.
La gran peste de Londres, de 1665 a 1666, fue la última gran epidemia de peste bubónica en Inglaterra. Ocurrió durante la segunda pandemia en Europa, un período de epidemias intermitentes de peste bubónica que empezó en China en 1331 y duró hasta 1750. Foto:Getty Images
En esa época, cuando llegaba “la plaga”, las parroquias hacían cumplir “las órdenes de la peste” en toda la ciudad, que estipulaban que se nombrara a dos mujeres para servir como ‘cuidadoras’ (o enfermeras) de las que personas infectadas.
Por lo general, se trataba de ancianas o viudas que vivían de la caridad, por lo que podían ser forzadas a hacer lo que se les ordenaba amenazándolas con retirarles sus limosnas, alimentos o pensiones.
Se sabe incluso de una mujer que iba a ser ejecutada en el condado de Dorset, Inglaterra, que asumió el papel de enfermera a cambio de un indulto.
A pesar de que era uno de los trabajos más difíciles que se pudiera imaginar, la simpatía y la admiración por las enfermeras de la peste era, según parece, escasa.
Como unas de los pocas personas a las que se les permitía la entrada a las casas infectadas, y por trabajar tan cerca de los enfermos, inspiraban miedo y repulsión entre la aterrorizada población.
Según el médico Nathaniel Hodges, eran unas mujeres “miserables” que “por codicia, estrangulaban a sus pacientes” para poderles robar.
Las enfermeras también eran acusadas de “transmitir en secreto la mancha de las llagas de los infectados a los que estaban bien”.
Y tal reputación era difícil de sacudir.
Más de 200 años después de que la Gran Plaga se hubiera cobrado su última víctima, Florence Nightingale lamentaba que tradicionalmente la enfermería se dejara a “aquellas que eran demasiado viejas, demasiado débiles, demasiado borrachas, demasiado sucias, demasiado estúpidas o demasiado malas para hacer otra cosa“.
Sin embargo, una exploración que vaya más allá de esa desaprobación rencorosa permite que emerja una imagen más matizada de la enfermería en tiempos de peste.
Restableciendo el equilibrio
Las habilidades de las enfermeras en el manejo de la atención eran tales que, hacia fines de 1665, un hombre de nombre William Godfrey solicitó que, junto con tres guardianes, se le permitiera a “una o dos enfermeras” continuar su trabajo en la “pest house” -las casas de la peste eran hospitales de aislamiento en tiempos de plagas- de Westminster para mantenerlo seguro.
La enfermera del sr. y la sra. Pearce fue valorada en tal estima que, cuando ella también contrajo la peste, fue tratada junto a ellos y “curada”.
Y, al contrario de lo que escribió Florence Nightingale, las que cuidaban a los enfermos no eran exclusivamente “viejas”, “débiles” y “borrachas“.
De hecho, mujeres de todas las clases conocían bien los secretos de la medicina. Entre ellas se incluían mujeres nobles como Lady Isham, que le aconsejó a su sobrino que “usara una pluma llena con mercurio… en su cuello” (un termómetro), y la esposa de un comerciante, la señora Taswell, quien le dio a su hijo “una hierba llamada angélica, algunos aromáticos y vino español” para evitar que contrajera la peste.
En la década de 1660, Londres albergaba al menos a 60 profesionales médicos sin licencia. No está claro si todos permanecieron en la capital cuando llegó la peste, pero es interesante notar que, durante el brote de 1607, una enfermera llamada Alice Wright se quedó en la ciudad y tuvo “muchos que acudían a ella todos los días”.
Las inspectoras de cadáveres
Cuando las enfermeras de la peste no podían hacer más por un paciente infectado, llegaba el momento de que vinieran las ‘buscadoras’.
Las buscadoras eran mujeres encargadas de inspeccionar cadáveres e informar, “al máximo de su conocimiento”, qué los había matado exactamente. Las órdenes de la peste estipulaban que cada parroquia elegía a sus propias buscadoras, que debían ser mujeres de “reputación honesta”.
¿Por qué esa tarea rara vez recaía en los hombres? Probablemente se deba a que las mujeres, en la religión cristiana, tradicionalmente se habían hecho cargo del difunto: lavar, afeitar y vestir el cadáver de una persona antes del entierro.
Era la más sombría de las tareas.
Las buscadoras recibían una lista de verificación de síntomas, incluida la presencia de hinchazón alrededor del cuello, carbuncos y placas. Por lo general, trabajaban en parejas, recibían el pago por cada cuerpo que examinaban y se les pedía que se identificaran llevando una varita roja.
Trágicamente, esas mujeres estuvieron muy ocupadas en 1665. Durante la Gran Peste, las buscadoras registraron no menos de 68.596 muertes por peste.
Sus datos en bruto fueron la base de los “Bills of Mortality“, las estadísticas de mortalidad producidas semanalmente de 1592 a 1595 y luego continuamente a partir de 1603 que, a su vez, proporcionaron la única forma comprensible para que los contemporáneos monitorearan el progreso de la peste en la ciudad.
Hasta el día de hoy, los Bills of Mortality forman la base de cualquier estudio sobre la peste moderna en Londres.
Recelo y respeto
Esa no era una nueva vocación. Las mujeres habían examinado a los muertos de la peste desde al menos el siglo XVI.
Sabemos, por la investigación de la historiadora Richelle Munkhoff sobre buscadoras de peste, que una “Madre Benson” y una “Madre Sewen” fueron empleadas para buscar las víctimas de la peste en la parroquia de Londres ya en 1574.
Al igual que las enfermeras, las buscadoras a menudo inspiraban repulsión, una antipatía que solo aumentaba por su capacidad de condenar a un hogar entero a la cuarentena.
Fue quizás ese poder el que llevó a creer que las buscadoras podían corromperse fácilmente.
Según Thomas Dekker, quien escribió durante la peste de 1603, la gente le podía dar “un pequeño soborno a las buscadoras” para evitar la cuarentena.
El estadístico de la Royal Society John Graunt –cuyo prestigio se fundamentó en los datos que recolectaban las buscadoras– señaló que no eran confiables y estaban a merced de “una taza de cerveza y el soborno de dos monedas de 4 peniques”.
Pero no todos compartían los recelos de Graunt y Dekker.
De hecho, las buscadoras no solo podían ser tratadas con respeto, sino que a menudo mantenían sus posiciones durante muchos años.
La investigación de Munkhoff ha revelado que una “Viuda Bullen” desempeñó el papel de buscadora de la parroquia durante casi 30 años, emparejada durante la mayor parte de su mandato con una buscadora llamada “Viuda Hazard”, que sirvió durante 33 años.