Se enteró también de que sus padres no eran Ceferino y Mercedes, quienes la habían criado, sino José y Gertrudis. Que era una niña robada. Que los primeros eran sus apropiadores; que los segundos estaban desaparecidos. Que ella misma había sido secuestrada junto a su madre cuando tenía solo 8 meses. Que solo ella sobrevivió.
Que retendrían su documento de identidad, porque era falso, y que sus boletines escolares serían usados como prueba contra sus apropiadores, a quienes la justicia iba camino a detener.
En “Tu nombre no es tu nombre”, el periodista y escritor argentino Federico Bianchini cuenta su historia y el complejo proceso que vivió desde el momento en que fue hallada, de cómo afrontó su nueva verdad, fue asimilando lo que le ocurrió y conociendo a la familia que por años la buscó.
Pero hace algo más: a través del relato de su caso, Bianchini vuelve a echar luz sobre las miles de víctimas que dejó en Argentina la dictadura que rigió entre 1976 y 1983. Y las heridas y cicatrices que perduran.
Quería empezar hablando del epígrafe que pones de la Premio Nobel de Literatura Svetlana Aleksiévich: “A la historia solo parecen preocuparle los hechos, las emociones siempre quedan marginadas”. ¿Por qué la elijes?
Mira, yo primero me acerqué a esta historia por lo que representaba a nivel jurisprudencia, como hecho histórico en Argentina, porque es el caso a partir del cual se habían derogado las llamadas leyes de la impunidad: la Ley de Punto Final y de Obediencia Debida.
Pero a medida que me fui adentrando y fui entrevistando a Claudia, empecé a ver que había puntos a donde uno no podía llegar, que no iban a poder ser contados y que tenían mucho valor histórico, puntos que muchas veces se relacionaban con las emociones.
Por eso cuando encontré la frase de Svetlana me pareció tan certera. Esto de que cuando uno lee los casos históricos, la jurisprudencia, lo que sucedió, e incluso los testimonios en los juicios, lo que conoce son datos y queda detrás mucha emoción.
Y quise ahondar en eso. Intentar, por un lado, hacer un mapeo de las sensaciones y emociones que había tenido una persona a la que a los 21 años le dicen que todo lo que creía era mentira; y por otro, utilizar los recursos narrativos para tratar de transmitirle al lector toda esa emoción que me parecía estaba en la historia.
Es un abanico de emociones muy complejo, ¿no?
Cuando uno piensa en una historia como esta, lo primero que se pregunta es, bueno, cuando una persona sabe, se lo dicen, qué hace después con esa verdad, cómo la sobrelleva, ¿se puede hacer como si eso no hubiera sucedido? ¿puede seguir adelante con su vida tal cual la venía transitando?
Claudia me decía que es consciente de que si hubiera seguido como vivía, a pesar de saber esto, quizás habría tenido una vida más tranquila y que, sin embargo, no se arrepiente de haberlo sabido. De algún modo la verdad tiene un efecto tranquilizador, es como sacarse una espina clavada en algún espacio de la memoria.
Pero no es solo Claudia. Cada persona con la que yo hablaba me decía que esta historia le generaba muchísimas emociones.
Para su tío Fernando, por ejemplo, haberla encontrado era una victoria en una vida con tantas derrotas.
O yo le preguntaba a su prima Florencia, por qué ustedes se ponían tan mal cuando Claudia hablaba con sus apropiadores, y ella me respondía, porque para mí son los asesinos de mis tíos.
Hay escenas muy decidoras, como cuando precisamente la prima de Claudia llega a conocerla llena de emociones y cuando se acerca a abrazarla, ella da un paso atrás. O cuando le cuentas a un amigo psicólogo del caso y él te responde “qué bueno para la sociedad, para la familia y qué complicado para ella”.
Sí, en cada una de las cosas que rodean el caso hay una gran carga sentimental simbólica. Y en el centro, hay una persona que siente, decide y debe manejar todo esto, que es Claudia.
No fue fácil, necesitó años y terapias para lograr ir entendiendo todo esto sin que se la llevara por delante la potencia de la historia.
Al principio decía que trataba de negarlo, de olvidarse de sus apropiadores, y que en un momento cualquiera, organizando las ollas de su casa, por ejemplo, se daba cuenta que lo estaba haciendo igual que su apropiadora. Y le entraba una bronca enorme.
Hasta que aceptó que había vivido 21 años de un modo que no habría podido ser de otro modo. Fue un engaño planificado, metódico, y fue hecho por gente con un poder absoluto, como son los padres, en este caso la figura del padre y la madre.
Porque cuando uno es chico, si tu papá y tu mamá te dicen algo, no te pones a revisar, a chequear, a verificar que eso que te dicen no es realmente tu mundo.
Además es gente que ella quería, los padres con los que creció. De hecho, una de las cosas que sorprende en el libro es que en algún momento ella incluso vuelve a vivir con la apropiadora.
Eso es algo que complejiza muchísimo la historia, eso que ella dice de que si uno le pregunta si tuvo una infancia feliz, ella tiene que decir que sí, porque quiso a los que en ese momento creía eran sus padres. Y ellos la quisieron a su modo. Viajó por el mundo, se fue de vacaciones, tenía amigos, amigas.
Una cosa muy diferente es si uno se tiene que oponer a algo que detesta. Si ellos le hubieran pegado, si la hubieran tratado mal. Pero no, así que a fin de cuentas es romper con la familia, porque para ella en ese momento eso era su familia, su hogar, su casa, sus padres.
Es una historia llena de particularidades y sin embargo en el libro encontramos frases o situaciones arquetípicas, ligadas probablemente con la identidad y la pérdida de ella… Incluso el título apela a algo que todos tenemos: un nombre.
Sí, el título quiere poner por un instante al lector en el momento en que Claudia recibe la noticia. Por eso la segunda persona singular, porque apela a preguntarte, vos qué harías en ese caso, cómo lo resolverías.
Entonces, le pasa a Claudia pero también a otros.
Hace unas semanas, Estela de Carlotto (presidenta de las Abuelas de la Plaza de Mayo) dijo que van a pedir un encuentro con Javier Milei cuando asuma, y que van a seguir buscando a los nietos, independientemente de quién sea el presidente, porque para ella son desaparecidos vivos.
En Argentina todavía hay 300 desaparecidos vivos, personas que en esa época eran niños, y ahora tienen cerca de 40, 45 años, y no conocen su identidad.
Y aquí me parece que volvemos al tema de la complejidad, ¿no?
Mientras más conocía el caso, y crecía en mí la idea de escribir un libro, más me daba cuenta de la universalidad que tenía la historia, de que más allá de que haya sucedido en la Argentina con ese contexto político, si a mí me la hubieran contado y me hubieran dicho que sucedió en una dictadura africana, me habría interesado conocerla.
Porque hay algo que tiene que ver con las decisiones morales, con la identidad, con cómo nos pensamos y cómo somos a partir de lo que otros también van construyendo con nosotros.
Hablando de conocer la verdad, Claudia relata la imposibilidad institucional de nombrarla, cuando explica que en cualquier documento oficial sus padres aparecen como fallecidos, y no como desaparecidos…
Es por eso que digo que narrar una desaparición es como describir un silencio.
Yo hablaba con Daniel Rafecas, el juez federal que está a cargo de la megacausa ESMA (investigación de una serie interrelacionada de causas judiciales por delitos de lesa humanidad), y le preguntaba, bueno, pero si yo -o él mismo- quisiera saber qué les pasó a los padres de Claudia, cuál sería la pista, qué es lo que se podría investigar para tratar de conocer ese destino, si es que los tiraron al mar, como se supone, o los enterraron en algún lado.
Y él me decía no hay pistas, no hay forma. Los militares no testificaron, no dicen una palabra. Él me hablaba de una rígida cortina probatoria: las personas que se supone que podrían testificar están desaparecidas, y los culpables de esa desaparición no hablan.
Hay testigos que dicen haberlos visto en un lugar o en otro, pero son fragmentos, son recortes, y con esos recortes uno no puede armar un rompecabezas.
Eso es algo que tortura a los familiares de los desaparecidos. El horror de no saber fue un tema recurrente en las entrevistas que fui haciendo; me decían que por más que uno sepa que el desaparecido falleció, que ya pasó muchísimo tiempo y eso de algún modo crea una certeza, cuando alguien va caminando por la calle y ve una persona que es muy parecida a esa, se da vuelta y se fija si es.
Hay una especie de acto reflejo, una necesidad de comprobar, de acallar esa angustia que permanece.
Otro sentimiento que atraviesa el libro es el miedo. Se refleja muy bien cuando dices que los vecinos del centro de detención El Olimpo (donde estuvieron los padres de Claudia) sabían que ahí se torturaba, pero preferían callar. A 40 años del regreso de la democracia, ¿qué efectos crees que ha tenido ese silencio en la sociedad argentina?
Es interesante eso. Claudia me decía que para sostener una apropiación se necesita por lo menos, en un cálculo a grosso modo, el silencio de unas 100 personas, entre familiares de los apropiadores, y otra gente que de repente ve que alguien que no tenía un bebé de pronto tiene uno.
Me contaba que incluso varios de sus primos de la familia militar ahora la contactaron y le pidieron disculpas, le dijeron que ellos en realidad suponían, o quizás hasta sabían, pero sus padres les habían pedido que no dijeran nada.
A casi 40 años del regreso de la democracia, esos silencios todavía existen. Es un montón de gente que está callando una verdad. No sé si es por miedo, si es por complicidad, lo cierto es que hay 300 personas que no saben quiénes son, y que en muchos casos ni siquiera tienen dudas, que no sospechan.
La misma Claudia no tenía ningún indicio, más allá de que sus padres eran mayores, de que pudiera haber sido una niña robada.
* Claudia Poblete Hlaczik tiene 45 años, es casada y tiene dos hijos. Se dedica a la informática, y apoya activamente la labor de las Abuelas de Plaza de Mayo, organización de la que su abuela, Buscarita Roa, es vicepresidenta.
El exteniente coronel Ceferino Landa fue el primer militar condenado por robo de bebés en Argentina. El 29 de junio de 2001, fue sentenciado a 9 años y seis meses de prisión. Un mes y medio después cumplió 70 años y pidió arresto domiciliario.
A Mercedes Moreira la condenaron a una pena de 5 años y 6 meses, pero no tuvo que ir a la cárcel: como tenía más de 70 años pidió la prisión domiciliaria.
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