¿Cuál es su análisis del momento sociopolítico que vive el país?
A partir de los acontecimientos de abril, nos podemos dar cuenta de que la sociedad está inmersa en una nueva dinámica, probablemente no en una etapa de madurez plena, pero sí es un ciclo en el cual la población ha percibido que se puede manifestar, reclamar y exigir.
Esto le otorga un nivel de confianza a la sociedad, que, incluso, la hace actuar de manera más abierta. Una de las herencias más funestas del conflicto armado fue el miedo que impregno al pueblo, el cual, probablemente, las nuevas generaciones no lo vivan de la misma forma, pero en buena medida limitó a expresarse libremente.
Esta etapa es como abrir una puerta, por supuesto muy en pañales, pero que puede ser un cauce que lleve a los guatemaltecos a ir un poco más lejos en función de sus derechos, sin dejar de lado las obligaciones.
¿Qué provocó que nos acostumbráramos a vivir en un sistema corrupto y tomarlo como algo natural?
Creo que el régimen, que todavía está llenó de cosas podridas, agotaba la posibilidad de las personas de denunciar, porque la impunidad se desarrollaba a tal nivel que los guatemaltecos estaban conscientes de que se hiciera lo que se hiciera de todos modos no iba a pasar nada. Sin embargo, ahora la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) y el Ministerio Público (MP), han investigado y denunciado casos paradigmáticos, y han logrado capturar a funcionarios sindicados de robo, saqueo y de crecimiento de capitales a costa de la riqueza de la población, que era lo que la gente esperaba.
Esta respuesta permitió que las nuevas y viejas generaciones se involucraran, porque todos sabíamos qué estaba pasando, qué estaban haciendo, pero nadie se atrevía, y si alguien lo hacía, de todos modos el sistema de justicia se encargaba de negarlo.
Las capturas que se han hecho no son de cualquier trabajador del Palacio Nacional de la Cultura, sino de quienes dirigían la nación, en quienes se depositó la confianza de administrar la cosa pública hace casi cuatro años. Es la evidencia de que las cosas se pueden hacer dentro de los parámetros jurídicos y de que sí existe la posibilidad de encontrar respuestas y encontrar culpables.
¿Podría ser esto un parteaguas de la historia política?
Creo que sí, porque las cosas ya no van a ser las mismas. A veces preocupa el silencio de los políticos de este sistema, del cual no quieren salir. Uno se pregunta ¿y estos qué están pensando y planificando?, porque no es fácil que acepten que les hayan quitado y evidenciado el manejo de todo, ¿no será que están tejiendo otra telaraña y esperando el momento de un resbalón? Esa duda hay que mantenerla.
Sin embargo, soy optimista en pensar que lo que está pasando sea un parteaguas para cambiar hacia algo mejor. Un dato que da esa esperanza es el resultado de las elecciones presidenciales recientes, cuyo mensaje fue estamos en contra del sistema, aunque por supuesto no nos garantiza nada.
Y en la sociedad rural, ¿qué está pasando?
A mí no me gusta comentar, no por quien lo dijo (Otto Pérez), sino porque es muy simplista hablar de la “Guatemala profunda”, con lo cual se identifica lo rural. Yo les decía a unos colegas que si ellos son de la “profunda” nosotros somos de la “superficial” y eso es mucho más trascendente, porque la antítesis de profundo es superficial.
Creo que hay una diferencia en función de la propia estructura de la sociedad rural, donde la miseria es algo que salta a la vista, donde las necesidades son cada vez más grandes y el Estado no logra solventarlas. Esas penurias, por múltiples razones: porque no les interesan, por racismo, por discriminación y otras patologías, permiten que se siga viendo a los ciudadanos del área rural como de segunda categoría.
Además, esa ruralidad es cada vez menos rural, se vuelve más urbana, ¿cuántos municipios se autorizaron en un año?
Usted mencionó que la sociedad está harta. ¿De qué lo está?
Del factor que regenera la pobreza: la corrupción, el robo, de las arcas nacionales vacías en beneficio de los intereses de sectores o de personas en particular. Está harta de la impunidad, de que sus demandas no sean tomadas en cuenta, de que no haya acceso al trabajo, ni se solucionen sus problemas cotidianos.
Aquí hay una curiosa contradicción, porque la gente está harta de que le roben, pero no de que le maten a sus conciudadanos. Una compañera me decía: “La gente sale a manifestar, porque se siente robada, pero no porque se sienta acribillada y violentada”.
Es dramático, porque nos hemos acostumbrado a la cantidad de muertos, y lo peor es convertir aspectos negativos en parte de la rutina de la vida, porque ya lo vemos como normales. Entonces, las personas se preocupan por sobrevivir y si a la demás gente le pasa algo, pues, “así es la vida”, y esto es peligroso porque la sociedad se va descomponiendo y pierde la sensibilidad. Cada vez más nos convertimos en una sociedad carnicera.
¿Cuáles son los principales problemas que enfrenta la sociedad urbana y rural?
Se podría hacer esa división, pero hay que partir de que el principal problema es la pobreza y pobreza extrema. Esto nos configura como un país de una condición negativa, con desnutrición crónica, desempleo, informalidad y acciones colectivas patológicas como las maras, el crimen organizado y el narcotráfico.
Al hacer la diferencia entre lo urbano y lo rural no necesariamente se va a encontrar la misma imagen en ambos espacios, porque la pobreza y pobreza extrema urbana, no se puede comparar con los porcentajes del área rural que son demasiado altos. Otro elemento que hace diferencia es la situación en la que se mantiene la población indígena.
¿Por dónde se debe romper el círculo de la pobreza?
Una opción podrían ser las transferencias condicionadas, que no se inventaron en Guatemala, cuya idea es darle a las personas un capital semilla, en términos más simples un préstamo, para que siembren, cosechen y vendan, para satisfacer sus necesidades básicas. La lógica es otorgarles esa plataforma básica, orientarlos y llevarlos a una condición que vaya más allá de la sobrevivencia.