Desde la hermosa Plaza de San Mateo, en Génova, Italia, se observan edificios con decenas de pequeños y bellos balconcitos. En uno de ellos se nota la figura de un hombre corpulento, elegante y de perfil aguileño.
Se trata del abogado, escritor y periodista guatemalteco Miguel Ángel Asturias, ganador del Premio William Faulkner 1962 a la Mejor novela latinoamericana, por su obra El Señor Presidente (1946).
Su apartamento es sobrio, sin ostentación. En realidad, solo destacan hileras de libros y revistas esparcidas por los cuatro rincones, adornos pasajeros en los estantes y algunos recortes de periódicos pegados en una pared desnuda.
Aparte de El Señor Presidente, ha publicado magnos libros como Leyendas de Guatemala (1931), Hombres de Maíz (1948), El Alhajadito (1953), Week-end en Guatemala (1955) y Mulata de Tal (1965). Por supuesto, no se puede dejar de mencionar la trilogía Viento Fuerte (1950), El Papa Verde (1954) y Los Ojos de los Enterrados (1960), que abordan los problemas ocasionados por la bananera estadounidense United Fruit Company.
¿Qué fue lo primero que empezó a escribir?
Poesía. Para 1918 ya escribía poemas, pero no publiqué nada entonces. No me consideraba de los mejores poetas de mi generación. Sin embargo, muchos de los máximos representantes se perdieron en el camino, murieron o dejaron de escribir. De modo que me dediqué a la prosa, aunque seguí escribiendo poesía. Pero la guardé para mí; era algo más íntimo y personal.
Se dice que algunos de sus libros tienen militancia tendenciosa, hasta quejumbrosa, de la literatura de protesta. ¿Qué opina?
La novela es el único medio que tengo para dar a conocer al mundo las necesidades y aspiraciones de mi pueblo.
¿Así es la literatura latinoamericana, en general?
Sí. Nuestra gran literatura es de combate; siempre lo ha sido. Si nos remontamos a la Conquista, encontramos lo que yo llamaría la primera gran novela latinoamericana, la Crónica de la Conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, quien escribe para quejarse con el rey, ya que, después de todos sus años de servicio a la Corona, ha sido olvidado.
¿Qué piensa del régimen de Manuel Estrada Cabrera?
Fue una dictadura invisible. Nadie veía nunca al presidente. No había más que sospechas, murmullos, temores… En ese entonces no teníamos radios, ni aviones. Dos o tres veces al mes los barcos tocaban en nuestros puertos, nada más. No entraban diarios sin el permiso del gobierno. Solo veíamos los dos periódicos oficiales. Nuestro aislamiento era completo.
¿Cuál cree que fue el momento clave para la caída de Estrada Cabrera?
Empezó a finales de diciembre de 1917; la tierra tembló y todos se quedaron en la calle. Es curioso pero, indudablemente, el terremoto no solo sacudió la tierra sino también las conciencias.
¿A qué se refiere?
Lo que pasa es que gentes de todas las clases sociales se encontraron de pronto arrojadas juntas a las calles en camisón y pijama. Había que vivir en carpas. ¿Y cuál fue el resultado? Los que habían vivido retraídos, desconectados del resto de la población, se unieron a la multitud. Sin duda, este fue uno de los factores que contribuyeron a la caída de Estrada Cabrera, ya que, en medio de la catástrofe, hubo un brote de solidaridad nacional.
Como si se necesitara de un terremoto para que la gente reaccione.
De cierta forma. Desde el terremoto, hasta 1920 —el año en que fue derrocado—, la situación se precipitó. En 1917, mi generación, ya no intimidada por los recuerdos de las represalias anteriores, se lanzó a la lucha política.
Usted fue secretario del tribunal por esos años. ¿Cómo recuerda el semblante del dictador cuando fue procesado ante la justicia?
Lo veía casi a diario en su cárcel. Era de esos hombres que tienen un poder especial sobre la gente. Hasta el punto de que cuando estaba preso la gente decía: “No, ese no puede ser Estrada Cabrera. El verdadero se escapó. Este es algún pobre viejo que han encerrado ahí”. En otras palabras, pensaban que el mito no podía estar preso.
Aquellos sucesos los plasmó en su cuento Los mendigos políticos. ¿En qué momento decidió convertirlo en la novela que ahora se llama El Señor Presidente?
La obra llegó conmigo hasta París. Resulta que allá, con un grupo de amigos —César Vallejo y Arturo Uslar Pietri— nos reuníamos para contarnos cuentos y anécdotas sobre las dictaduras que habíamos conocido.
Luego publicó otra de sus grandes obras, Hombres de Maíz, la cual, entre muchas otras características, destaca la oralidad.
La palabra hablada tiene un significado religioso. Los personajes nunca están solos, sino siempre rodeados por las grandes voces de la naturaleza, las voces de los ríos, de las montañas. El paisaje es dinámico; tiene vida propia. Por eso tengo que volver siempre a Guatemala, porque cuando estoy lejos, dejo de oír la voz de sus paisajes; eso no puedo manejarlo tan bien.
En ese libro ahonda en la mitología de nuestra gente.
Los mitos son una cosa viviente. Para mí, son un poco como la malaria, que aparece como un dolor de cabeza, de estómago; se instala y se extiende. Los mitos, como la malaria, no mueren fácilmente.
¿Cómo es el lenguaje que emplea en Mulata de Tal?
Adquiere una nueva dimensión. Hombres de Maíz aún está sobrecargado de terminología religiosa y mítica. Mulata, en cambio, está escrita en el lenguaje popular, como una especie de picaresca verbal, con el ingenio y la fantasía que tiene la gente sencilla para hilar frases y jugar con ideas. Creo que lo primero que debemos observar en Mulata de Tal, más que el argumento o la trama, son sus elementos invisibles, su contenido puramente enigmático.
¿Por qué la llamó “Mulata”?
Para no usar la palabra mestiza, porque no me parecía que la mezcla de sangres era suficiente con ese término. También evité zamba, que es una combinación de las sangres india y negra, porque no creí que la palabra sugeriría la gracia de movimientos tan especial que tiene la mulata.
Para usted, ¿qué es escribir?
Es una cuestión de pasar por cierto tipo de experiencias. Entre los indios existe una creencia en el Gran Lengua, que es el vocero de la tribu. En cierto modo eso es lo que yo he sido: el vocero de mi tribu.