¿Recuerda la época de Jorge Ubico?
Un poco, porque la viví entre mi niñez y parte de mi adolescencia. La capital era un cuadrado que iba de la Avenida Elena a la 12 avenida, y de la 18 calle hasta la actual calzada José Milla y Vidaurre. Además, éramos muy poquitos, quizás unas 400 mil personas. Era como una aldea, porque ni carros habían, excepto tres o cuatro que pertenecían a los más adinerados. Las familias de clase media, como la mía, andábamos a pie. Si uno tenía una bicicleta era porque estaba mejor; hasta se nos quedaban viendo en la calle —ríe—.
¿En qué barrio vivió?
Soy de la zona 3, específicamente de la Villa Orantes, que empezaba justo en la Elena. La dueña de la finca era doña Concha Orantes, quien, al quedar viuda, lotificó el área.
¿Cómo recuerda su infancia?
Jugábamos en la calle con latas de sardinas o carritos; incluso fabricábamos nuestros propios juguetes. Era fácil hacer amistades y no importaba el nivel socioeconómico.
Sus estudios medios y superiores los cursó en plena época revolucionaria.
Sí, tengo la suerte de ser parte de una generación que se formó durante esos 10 años. Estuve en la Escuela Normal Central, institución donde mi padre fue director, y ahí me gradué de maestro. A finales de la década de 1940 ingresé a la facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos.
¿Por qué fue necesaria la Revolución?
Porque era tiempo de modernizar al país. Por supuesto, también se tenían que componer cuestiones políticas, ya que los conflictos de poder abundaban.
Por ser dirigente de la Asociación de Estudiantes Universitarios, ¿tuvo algún problema cuando cayó Jacobo Árbenz y tomó el poder Carlos Castillo Armas?
Totalmente. En esos días me estaba preparando para los exámenes privados. La situación era tensa y se desató una persecución terrible con el pretexto de acabar con los comunistas.
¿Los había?
Sí, pero apenas eran unos cuantos. El error de Árbenz fue que a ese pequeño grupo le dio mucha intervención en el gobierno. Esa fue la excusa para intervenir al país.
¿Tuvo que salir al exilio?
Sí. El movimiento estudiantil tenía mucho peso político y nos sentíamos perseguidos. Así que, ante el pánico colectivo, con Antonio Fernández Izaguirre, Mario Castañeda, Ricardo Toledo y Alejandro Balsells nos refugiamos en la embajada argentina, porque las demás estaban llenas. Solo estuvimos una noche y nos quedamos en el jardín. Al día siguiente optamos por regresar a nuestras casas.
¿Qué pasó después?
Me encontré con mi padre, Mardoqueo García Asturias, quien fue ministro de Educación Pública en el último mandato revolucionario. Conversamos y, entre tantas cosas, me dijo que él no iba a huir, porque no había hecho nada malo. En cambio, dijo estar orgulloso de lo que hizo por la nación.
La persecución duró varios meses.
Así es. De hecho, se formó una oficina que se llamaba Comité de Defensa contra el Comunismo, una cosa horrible porque lo clasificaban a uno y lo podían meter a la cárcel. Ahí se podía pasar hasta seis meses, sin proceso ni juicio. A algunos los desaparecieron o mataron.
Aun así, se atrevieron a lanzar un periódico.
Sí, se llamaba El Estudiante y era una hoja doblaba, sin anuncios, pero que denunciaba las barbaridades que se cometían. Para el primer número no teníamos ni un centavo, pero nos financió Luis Quezada, un viejo abogado del Frente Popular Libertador. Duró poco tiempo, pero tuvo mucho éxito.
Al fin, ¿logró graduarse?
Ya había presentado la tesis, por lo que me licencié en Ciencias Jurídicas, pero ya no como Abogado y Notario, por los acontecimientos políticos que acabamos de conversar. Con ese título me fui a México para continuar mis estudios, porque la verdad es que ya no se podía seguir acá.
¿Cuánto tiempo pasó allá?
La primera vez estuve por cuatro años. En eso, me llegó la noticia de que habían asesinado a Adolfo Mijangos, quien fue un compañero de oficina, así que tuve que volver para arreglar algunas cosas. Casi de inmediato me regresé; esa vez permanecí en la capital mexicana por 25 años, donde tuve un cargo de investigador en la Universidad Nacional Autónoma de México, de donde, además, me jubilé.
¿Cuándo regresó y qué lo incentivó a hacerlo?
Vine en 1993, pero no tengo claro el motivo puntual. Creo que fueron varias cosas. Una de ellas fue que cierta vez, estando en España, me encontré con Edmundo Velásquez Martínez, quien años después fue presidente de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) de Guatemala. Le expresé que las cosas nunca se iban a componer en nuestro país, pero él opinaba distinto. “Preparáte, que nos van a llamar”, me dijo. Ahí la dejamos. Al tiempo, a él lo llamaron para ese cargo en la CSJ y a mí para ser magistrado de la Corte de Constitucionalidad; acepté porque creí que debía cumplir con mi país.
Ahora es controversial cómo se designan esos cargos.
Aquí eligen según intereses; han deshecho todo. El país no está al borde del abismo, sino que ya está cayendo en él. Las instituciones se han perdido. La CC era buena, pero ya no funciona como antes.
¿Cómo se deberían elegir?
Eso es parte de una gran reforma constitucional, que no se ha hecho. En los nombramientos de jueces y magistrados, por ejemplo, los diputados no deberían tener nada que ver. En cambio, lo aconsejable es que los elija un organismo especial que en otras partes se llama Consejo de la Judicatura, integrado por miembros del Organismo Judicial y de juristas de valor independiente. Ellos deberían manejar el presupuesto y ser los responsables del establecimiento de la carrera judicial.
¿A quién le corresponde presionar para que la situación mejore o se componga?
Es responsabilidad de todos. Esto ya llegó al límite. Hay que hacer una revolución. Hay que cerrar el Congreso y demás instituciones públicas, establecer un gobierno fuerte y organizar una discusión general para rehacer al país.
¿A qué se dedica ahora?
Los investigadores nos morimos escribiendo libros. Esto es lo que me mantiene contento y es lo que voy a hacer hasta el fin de mis días.
¿Qué temas trabaja?
Redacto mucho sobre la Historia constitucional, que se analiza desde el siglo XVIII para acá. Actualmente trabajo una biografía sobre Antonio Larrazábal, quien fue nuestro primer diputado ante las Cortes de Cádiz.
¿Por qué el Estado de Guatemala, siendo laico, empieza su Constitución nombrando a Dios?
Esa premisa es una de las grandes discusiones de las constituyentes. En la italiana, por ejemplo, no existe un llamamiento a Dios y de una vez empieza a legislar. A mi consideración, es mejor así, pues un texto constitucional solo debería tratar asuntos relativos a la organización de un gobierno.