Introducir una bola en los hoyos y hacerlo con el menor número de toques, con palos que a simple vista no se diferencian mucho entre sí, no es algo fácil, y lograr que un autista como José, de 17 años, lo haga es una odisea. “Es empezar de cero cada día. Volver a recordarlo todo, desde cómo pararse en la posición correcta”. Su necesidad de estructurar lo hace ordenar, meticulosamente, las pelotas de golf en parejas y por colores antes de jugar.
Diego Asturias durante uno de los recesos en el colegio. (Foto Prensa Libre)
Brieri es hermana de un niño de 12 años con Síndrome de Asperger -una variante del autismo- está acostumbrada a lidiar con este desorden que afecta las habilidades de socialización y comunicación.
En Guatemala no hay estadísticas de la población autista, así que una guía es el indicador internacional. En el mundo se calcula que uno de cada 88 niños padece este trastorno neurológico que se manifiesta alrededor de los tres años. Se desconoce su causa y también la cura. “Es mucho más frecuente en varones y más común que el síndrome de Down y no hay dos autistas iguales”, explica Karen Gudiel de Hutton, directora de la Asociación Guatemalteca por el Autismo.
El golf se practica en un campo al aire libre. El sonido de un pájaro para algunos de los aprendices, de Briere, quienes son hiperacúsicos, es decir, que tienen una sensibilidad acústica extrema, puede convertirse en un poderoso estímulo que desvíe su atención.
Estos pequeños experimentan la sensación del agua durante un día de verano. (Foto Prensa Libre: Cortesía Karen Gudiel )
En el lenguaje del golf, el swing se entiende como ese movimiento que el cuerpo realiza para generar el impacto final en la bola. Está comprobado que cada vez que se hace se comprometen cerca de 124 músculos.
Un perfecto swing
Débora Guzmán está sentada frente al campo de golf donde practica una vez a la semana. Apenas contesta el saludo. Mantiene su vista fija en la hierba cuidadosamente recortada. “¿Apellido?” lanza de golpe a su interlocutora. “¡Apellido!”, insiste con tono militar. Después que se le repite ladea la cabeza de un lado a otro. “¡No! apellido, ¡corto o largo!”. Cuando finalmente recibe por respuesta “corto”, asiente satisfecha.
Esta joven de 28 años posee un lenguaje rico. Sin embargo, el hecho de aceptar a una persona nueva se combina con la urgencia de organizar y darle sentido a ese momento. Se trata de una situación compleja que la lleva a buscar mecanismos para sentirse más cómoda, estos pueden ser en este caso: clasificar o posicionarse en el lugar de quien da las órdenes.
Debora Guzmán, jugadora de golf con autismo que participará en las Olimpiadas especiales que se realizarán en Los Ángeles este año. (Foto Prensa Libre)
Ella escucha con la vista fija en el campo y sin que su rostro delate ni el mínimo gesto de emoción.
Se le explican los pasos para hacer una entrevista, la rutina a seguir, lo que podría pasar y se le muestra una cámara de fotos, que apenas y ve de reojo. “No me gustan los periódicos”, resuelve contundente.
Después de un rato, sin embargo, acepta tomar la cámara en sus manos. Se le sugiere que vea a través del visor. Este objeto la sorprende. Su expresión rígida cambia por la de la angustia. “¡¿Qué hago con esto?!”, pregunta ofuscada. “¡Sosténgalo!”, ordena. No establecer un contacto visual es un rasgo que en un autista denota su incapacidad para mantener una interacción social. Pasará más de una hora para que intente un ligero intercambio de miradas.
Se dirige al campo y acepta que los recién llegados se coloquen a cierta distancia. Sonríe tímidamente y sigue las instrucciones de su entrenadora. El reto es que cuando asista a las Olimpiadas Especiales, en Los Ángeles, Estados Unidos, en julio, domine la técnica del juego, controle sus emociones y permanezca en silencio para no ser descalificada.
Mientras practica algunos tiros, la madre de esta joven, quien ha logrado vencer muchas barreras de comunicación, cuenta que los pediatras no detectaron el trastorno. A pesar de que cuando tenía cinco años no podía hablar y tenía conductas extrañas como rodar por el suelo. Eso sí, su sensibilidad acústica era tan grande que podía percibir los retumbos, y media hora antes de un temblor, sacaba los juguetes del cajón, corría por la casa, encendía la luz y lucía completamente alterada.
Nunca pudo integrarse a una escuela regular; pero el golf, combinado con el atletismo, lograron en su vida el swing perfecto para enfrentar el autismo.
Debora Guzmán, jugadora de golf con autismo que participará en las Olimpiadas especiales que se realizarán en Los Ángeles este año. (Foto Prensa Libre)
“Dentro del diagnóstico de este trastorno hay muchos niveles. El grado de severidad varía en cada niño”, explica Gudiel de Hutton, quien dirige un programa que persigue la inclusión de autistas en escuelas públicas y programas a distancia.
La mañana de la entrevista concluyó con un splash day. Organizar esta actividad para 14 autistas significó prepararlos para procesar estímulos sensoriales, como el contacto con el agua, el frío que algunos pudieran sentir al estar vestidos solamente con calzoneta o el llanto de otros niños.
Con semanas de anticipación, en un calendario recordaba a cada uno el día de la actividad, se les enseñaban fichas con objetos como pelotas de playa, piscinas, gafas de sol y toallas que utilizarían. Algunos requirieron ver videos. Una y otra vez la rutina del día de verano fue explicada.
Una “sorpresa” para un autista puede desembocar en una situación desagradable y salirse de control. Es por eso que cada proceso al que el niño será enfrentado se describe de manera cuidadosa.
La promo 16
El salón de la clase de Matemática de 5o. bachillerato está decorado con carteles de la propiedad distributiva, conmutativa y asociativa, las divisiones de base igual. Atrás, en el último escritorio, Diego Asturias, un autista de 19 años, se sienta con su terapeuta, quien le explica el reloj, un contenido de segundo primaria.
Este año Diego se graduará de bachiller, con adecuaciones curriculares, de la promoción 16 del colegio La Pradera. Más que los conocimientos académicos que nunca podrán compararse con los de sus compañeros de aula, su mayor triunfo ha sido el aprendizaje de las reglas sociales, los cambios de conductas que a base de rutinas seguidas durante años han contribuido a integrarlo a un mundo “regular”.
Keily, compañera de curso, afirma que Diego puede trabajar en grupo , cuenta que “sabe leer y dictar. Siempre está ahí como uno más”. Al principio el bullicio de la clase lo estresaba pero con la ayuda de un regulador de tonos ,que su terapeuta utiliza, y colocándose audífonos, puede escuchar sus instrucciones y aprendió a modular su voz.
Como a cualquier muchacho de su edad, le encanta ir al gimnasio y también al cine, eso sí; a la misma sala y taquilla, preferentemente en la misma butaca, el cono de poporopos con el tamaño de siempre, igual que el sabor de la bebida. También en estos lugares se sigue una estructura.
Al principio contesta con monosílabos a las preguntas. Pero hace un enorme esfuerzo para que sus ojos, hondos, verde-grisáceos, mantengan el contacto. Después de un buen rato pregunta: “¿Quieres saber qué hice el fin de semana?”. A continuación explica: “Me levanté, me vestí, desayuné, fui a clase de arte y dibujé”, sus oraciones son largas y estructuradas. Sin embargo, cuando se le pide que amplíe algún detalle sonríe, le toma cierto tiempo volver a hilar su conversación, y como si rebobinara, regresa su relato, hasta cierto punto con oraciones similares para responder. Tiene dificultad para seccionar. Necesita tener una idea completa y expresarla sin ser interrumpido.
Llegó la hora de despedirse, Diego sonríe apacible, sus dedos juntos formando un cinco se juntan con los de su interlocutora. Mira al cielo, el contacto visual se repite y sonríe. En su mundo, el milagro de comunicarse ha vuelto a ocurrir. Su mirada de satisfacción recuerda al coro de la canción de I Lived, de la banda One Republic: “¡Me tomé cada segundo que este mundo pudiera darme!”