Quien contestaba así era un hombre con semblante de abuelo contento, gordo moderado, con melena gris de cabello arrepentido y las mejillas gruesas con una barba entrecana de corte moroso. Vestía chaleco de indispensable leontina y pantalones holgados de estilo episcopal sobre zapatos charolados. De caminar pausado solía andar sin apuro y detenerse de cuando en vez para quedarse mirando hacia lugares abstractos desde sus anteojos nítidos, con la atención con que un investigador pondría ante la perspectiva de un descubrimiento.
Era el sacristán de la iglesia Santa Teresa —apéndice de un convento de tiempos antiguos—, arruinada por los grandes terremotos históricos. Reconstruida la mitad de su estructura, la edificación estaba salvada en parte para guarecer a una media docena de santos tallados por la regia imaginería de la época colonial. En la parte de atrás, lo que habría sido en un pasado remoto el altar mayor era ahora nada más que un promontorio de ladrillos, remates de cornisas y perdidas labores de estuco que hacían un volcán de ripio. En uno de los laterales de ese lugar estaban tapiados los nichos de lo que fue sepulcro de monjes y monjas que, al decir del sacristán, habían sido elegidos para beatificaciones que se quedaron en el aire.
Don Juanito, que así le llamaban al custodio de aquella ruina eclesiástica, me acogió como su ayudante temporal, al explicarle que estando yo por aquellos días sin escuela por las vacaciones anuales no encontraba objeción para ayudarle en sus sacramentales menesteres. Don Juanito me dio más noticias del templo bajo su guardianía, del cual más que un empleado parecía el dueño. Me dijo con un enojo como si los sucesos hubiesen sido ayer que el predio a su cuidado tendría toda la manzana de propiedad de no haber sido la disposición del gobierno del general Barrios de quitarle al mandato de la Iglesia la mayor parte del terreno que le pertenecía por condominio clerical, ahora en buena proporción convertido en cárcel para mujeres. Penal que recibiera en forma indistinta los nombres de Casa Nueva, cárcel de Santa Teresa y alguna vez Casa de Recogidas, por haber sido nombradas así en tiempos pasados las muchachas desamparadas protegidas por las monjas del extinto monasterio.
Mi madre aprobó con regocijo mi asistencia a la iglesia en mi nuevo aprendizaje de sacristán, pues era más de su gusto tenerme en la Casa de Dios bajo la tutela del Padre Eterno, que por los cañaverales apedreando pájaros con otros patojos callejeros o por la barriada descomponiéndole con las malas juntas la vida al vecindario. La ayudantía a don Juanito tenía la ventaja de hacerle más descansada la vida en la limpieza y otros menesteres santificados, pues me entregué con devoción el adecuado uso de escobas y trapeadores. Ya adiestrado, fui ayudante asimismo en el sacrosanto arte de vestir y desvestir santos. Pero también llegué a satisfacer mi gran aspiración: tocar las campanas, sin dejar de mencionar que fui compensado con el deseo de poseer una paloma. Tuve una paloma y un palomo, pareja de aves que don Juanito atrapó en una de las hornacinas del campanario con un cesto de la recaudación de ofrendas, haciendo equilibrios, que de no haber tenido cuidado creo que le hubiesen costado la vida. Las palomas se reprodujeron en mi casa en forma generosa, con lo que tuvimos alimento adicional por no sé cuánto tiempo. Recompensado con tocar campanas y ser propietario de un palomar agradecido, me apliqué con diligencia a los menesteres de la ayudantía al sacristán, quien, con vocación apostólica, hacía práctica de buen espíritu cristiano al obsequiarme cada viernes algunas monedas que tomaba de las alcancías de las limosnas, no sin dejar de advertirme que aquello solo era hecho porque había de por medio un principio de caridad que el Todopoderoso aprobaba.
Como el campanero oficial había enfermado sin saberse cuándo asumiría de nuevo su puesto, don Juanito me enseñó a tocar las campanas, en tarea a su cargo mientras regresaba el enfermo. Haría yo los toques del Ángelus a la caída de la tarde. Repiques consistentes en un sistema que ahora me resulta intrincado recordar. Había una campana mayor que solo se tocaba en las misas mayores o en las fiestas de dos cruces. Unas campanas medianas cuyos badajos tomados con una sola mano se harían sonar a un ritmo de una vez por cada dos que se tocaran las menores, que se me ocurría tendrían una resonancia de Mi, en la escala musical, contra el La de las medianas y el Do de la más grande, que en todo caso tendría que ser un Do mayor. Esta era una campana difícil de tocar y don Juan lo habría dejado de hacer por su reuma en los brazos, aunque me diría que tocada con fuerza sus tañidos eran tan poderosos que podría dar señales de alarma como en los tiempos cuando sirvió para anunciar la independencia patria.
Para llegar al campanario había que hacerlo por una lóbrega escalera de caracol que no daba paso más que a una sola persona. Escalera húmeda y con olor a líquenes que desembocaba en el templete de una de las cúpulas, lateral del dombo alto y monumental apoyado por una doble cornisa que sostenía hacia la calle el triángulo del frontispicio que albergaría alguna vez la insignia del Ojo del que Todo lo Ve. Al parecer era bastante lo que se veía, pues desde la arcada que daba hacia el patio del penal yo podía ver a las presidiarias aprovechando los últimos destellos del sol del atardecer, sentadas unas en el patio y las más en paseos cortos por los antes recoletos y ahora profanos corredores de la correccional. A veces cuando tocaba las campanas, algunas presas me hacían gestos obscenos y hasta se levantaban la falda para mostrar sus prendas íntimas en un alarde de impudicia. Un día subió don Juanito, porque yo no hacia bien los toques. “Te has equivocado dos veces”, me amonestó. En eso echó sin querer la mirada sobre el patio del presidio y varias mujeres se alzaron la falda. “¡El gran poder de Dios!”, exclamó asustado el sacristán, volteó la vista hacia la nave central, y persignándose, con los ojos cerrados murmuró una oración. Me miró con severa firmeza, y señalando hacia el patio de la prisión me dijo con voz admonitoria: “Son pecadoras, hijo, y no debes ver hacia ahí porque caes en pecado también”. No me dejó subir a tocar las campanas nunca más.
Don Juan hacía con primor los diversos menesteres de la iglesia: renovar las flores en los floreros, aliñar los tapetes de los altares, limpiar los pebeteros y los receptáculos de velas y veladoras, mantener impoluto el recinto que guardaba la eucaristía; o sea, según me lo explicó, el aposento de Nuestro Amo. Y yo, con admiración por su sacrificada pero con empeño entrega a la iglesia pensé que lo harían santo en vida. Por entonces llegó la Cuaresma y don Juan me llevó a la sacristía. De algún lugar sacó unos paños color lila y me pidió que le ayudase a cubrir a los santos que no tenían que ver con la Pasión. Me dio unos algodones y me instruyó para que, junto con él, le limpiásemos el polvo al Señor Nazareno, a la Virgen de Dolores, a María Magdalena y a San Juan. Él se encargó de Jesús y la Virgen y me dejó a mí a Magdalena y a San Juan. Le limpiaba yo el rostro divino a Magdalena, ante la mirada imperturbable de San Juan, cuando aprovechando que el sacristán no me veía, más con curiosidad que por malicia, le subí la túnica de brocado a la santa para verle las piernas, pero no tenía. Era un bastidor de madera que le llegaba hasta el cuello, sin pechos, que yo había imaginado como los de todas las mujeres.
Don Juanito me preparó para labores más sagradas que las de la escoba, el toque de campanas y la limpieza de santos. Me dijo: “Serás el acólito para la misa del día de la Resurrección del Señor”. La iglesia, sin sacerdote permanente, tenía por párroco provisional a un anciano paralítico que cuidaban en una casa piadosa, muy cerca de un prestigioso lenocinio, propiedad de una mujer de ominosa fama en los círculos mundanos. Llegado el día de la misa, me sentí orgulloso con mi ropa talar de monaguillo, y con aplicación, aprovechamiento y buena conducta, seguí los pasos recomendados. Para la consagración pasé el agua y el vino al sacerdote. Le ayudé a voltearse para que frente a la feligresía cantara el Dominus boviscum, y el cantor del armonio le contestara In sécula seculorum. Le pasé al padre el libro de las Epístolas, hincando una rodilla al pasar por en medio y rezamos juntos: Dominus dedit, Dominus abstulit, sit nomen Domini benedictum.
Regresé feliz a casa y le conté a mi madre lo que había hecho, y ella, llorando por el zumo de las cebollas con que cocinaba en ese momento, dijo conmovida: “Alabado sea el Señor”.
Así, un día llegué a la iglesia para anunciarle a don Juanito que ya no llegaría más pues las clases en la escuela empezaban de nuevo. Me despidió con un beso en la mejilla con su barba espinuda y me gritó desde la puerta principal del templo, cuando yo ya cruzaba la calle: “¡Vamos a tocar juntos con fuerza la campana mayor el día que haya otra Independencia!”.