Comenzó en el arte de las tablas a los 20 años, a escondidas de sus padres. Conoció en este ambiente a su esposo, un regidor de escena. Tiene dos hijos, uno es bailarín y el otro mecánico. Un innumerable repertorio de obras de teatro la acompañan. También ha trabajado como mimo, con títeres y, recientemente, en películas.
Está convencida de que Dios es el que da los talentos y el carisma, los que no hay por qué esconder.
Más de alguna vez ha servido de inspiración para su público, como la ocasión en que una paciente de cáncer terminal llegó al camerino solamente para recibir un abrazo.
Es vivaz. No habla; ella interpreta a cada uno de los personajes que hay en su vida, su familia, compañeros de trabajo y el público mismo.
Con ustedes: ¡Yolanda Coronado!
¿Cómo comenzó en el teatro?
Con el grupo Chapinlandia. Era uno de colonia y pare ahí porque en el mismo lugar se impartían clases de inglés gratuitas. Tenía que ganar el examen de retrasada de esa clase. La maestra era una gringuita que regalaba su tiempo. En el cuarto vecino ofrecían talleres de teatro. Mientras ella explicaba, yo me entretenía viendo hacia el otro salón.
¿Cuántos años tenía?
Quizás 20. Después de varias clases pregunté que debía de hacer para tomar los talleres de teatro. El encargado me contestó: “Solamente que tengás ganas”. Yo quería aprender y ahí me quedé. Me advirtió que los domingos iban a los hospitales, a muchos lugares donde no había teatro. Le decía a mi mamá: “Tengo que ir a clases de inglés hoy domingo”, pero ese día fuimos al neuropsiquiátrico.
¿Su primera función fue en el psiquiátrico?
Síiiiii, (risas) ¡de loco a loco! No ganábamos ni medio centavo. Era un grupo conformado por gente que sacaba basura, albañiles, etc. Un día el director nos anunció: “Se va a suspender la función porque Rubén y otros compañeros están presos, los agarraron metiéndose en una casa”. ¡Hasta ladrones había en ese grupo y una sin saber!
Mi madre me descubrió un 15 de septiembre, pues nos invitaron para arriar la bandera.
¿Su mamá estaba dentro del público?
Sí, (risas) yo tenía casi un año de estar en el grupo.
Era una actriz con cierta experiencia
Estaba actuando y cuando volví a ver, ella estaba ahí. Solamente me hizo un gesto de desaprobación. Era muy estricta, nos corregía a puro coscorrón. Ya sabía lo que me esperaba al llegar. No la juzgo, la amé. Era la manera de corregir antes.
¿La dejaron seguir haciendo teatro?
No, decidieron que en el tiempo libre debía estudiar para cultora de belleza. Cuando había cualquier acto me invitaban a participar. Saqué el título de cultora de belleza, trabajaba de día y por la noche estudiaba en escuela de Maestras para el Hogar. Organizaron un festival porque necesitaban dinero para comprar láminas. Yo soy muy bulliciosa, mi carácter es extravertido, así que me pusieron a dirigir, pero solo mi hermana y yo le entramos.
La entrada valía 5 centavos. Yo hice las presentaciones, decía: “El grupo presenta a las hermanitas Coronado en el son chapín”. Nos cambiamos y al siguiente número volvía a anunciar: “¡Las hermanitas Coronado bailando el jarabe tapatío!” Después danzamos un vals. Llegó un momento en el que la gente empezó a gritar: “¡Ellas ya no!” Mi hermana me dijo: “¡salíte!” Le contesté: “Ellos pagaron sus 5 centavos hay que darles un show”. Se me ocurrió informarle al público: “Bueno esta vez ya no veremos a Yolanda y a Olga. ¡Recibamos con un aplauso a Olga y Yolanda!” La gente terminó riéndose y aceptándonos de buena gana. Me recomendaron ir al TAU (Teatro Universitario) de la Universidad de San Carlos.
¿Cómo logró convencer a su mamá?
Ella me dijo: “Leí en el periódico algo acerca del teatro universitario. Vaya, pues eso le gusta”. Mi papá no quería. Otra vez a escondidas me inscribí en el TAU. Ahí estudié dos años. El maestro Ocampo, que en paz descanse, me recomendó con Rubén Morales Monroy, de la Universidad Popular (UP). Estudié tres años más. Para recibirnos teníamos que hacer 300 obras de teatro.
¿Hay algún papel que recuerde en especial?
En La Rafaila hice tres papeles: el de una embarazada, el de una vendedora del mercado y el de una secretaria. Por esa actuación me dieron un Opus. Lo televisaron y yo le pedía a Dios que mi mamá no se diera cuenta. Cuando me anunciaron como la ganadora pasé al frente y dije: “Quiero agradecer a mis padres por este premio que está dedicado a ellos”. Al llegar a casa, mi mamá preguntó: “¿Dónde andaba? Siguió en eso del teatro ¿verdad?”. ¡Seguía sin aceptarlo! Aunque años después ella me presentaba: “Mi hija la actriz”.
Todavía recuerdo a doña Cripriana, de Un loteriazo en plena crisis, a doña Rosario, en Mi hijo el bachiller… Pascual Abaj.
¿Cuál ha sido el momento más difícil sobre las tablas?
No ganar un sueldo adecuado, pero eso a cualquier actor le pasa. Cosas muy duras (hace una pausa) el día que mi hermana murió y yo estaba actuando en una comedia. Cuando vi a mi cuñada parada en el teatro pensé: “Murió mi hermana”. Pero uno tiene que seguir el espectáculo. Fui al funeral. Regresé a hacer la segunda función, continué velándola. El domingo la enterramos y a las 4 de la tarde volví al teatro. Una tiene que aprender a decir: Dolor te quedas aquí. He asimilado la muerte como un cambio de vida. Es la recompensa al sufrimiento: la paz total.
¿Ha pensado alguna vez cómo debería ser su funeral?
¡Claro! Que haya muchas flores y que todo el mundo esté contento. No es mala la muerte. Dios me dotó de un talento para hacer reír. Entonces me gustaría que mi funeral fuera así.
¿Hay alguna anécdota que recuerde?
Una mujer llegó a mi camerino y me preguntó” ¿Puedo darle un abrazo?”. Luego dijo: “Me sacaron a la fuerza de casa. Estaba de mal humor, pues tengo cáncer terminal ¡Pero me hizo reír tanto!” Le contesté: “El cáncer va a quedarse en un hoyo pudriéndose. ¡Pero es su espíritu el que perdurará!” Le pedí que cada vez que sintiera un dolor lo ofreciera por algún niño que estuviera sufriendo. Hace pocos meses me la encontré. Ha vivido más de tres años, cuando la conocí su esperanza de vida era de menos de uno.
¿Cómo comenzó en el cine?
Con un anuncio de jabón, hasta que alguien me propuso hacer cine. La primera película que filmé fue La muerte de Diógenes. Después me llamaron para interpretar un papel en Donde acaban los caminos.
¿Le gusta hacer teatro para niños?
Me gusta mucho.
¿Es un público más exigente que el adulto?
El niño está más compenetrado en la historia. Yo hacía el papel de una bruja y todos me gritaban: “¡Bruja mala, fea, peluda!” A veces usted no les puede contestar mucho porque eso significa interrumpir el proceso de una obra, pero tampoco puede ignorar a un pequeño. Hay que tener sutileza y en esa ocasión contesté: “Me dijeron peluda, pero no me importa”. En Hansel y Gretel me metían al horno y los niños gritaban emocionados: “¡Bueno estuvo!” La vida es el regalo más grande que nos han dado y me encanta que la gente ría. La gente ha olvidado reír, vive presa de sí misma.
¿Hay algún papel que haya querido interpretar y no lo ha hecho?
Sí, el personaje de Poncia, en La casa de Bernarda Alba.
¿Qué lecciones le ha dado el teatro?
La vida es una canción y hay que intepretarla de la mejor forma posible.
¿Cuál es su anécdota más memorable?
En una ocasión caí accidentalmente. Me trabé en mis propios pies. Mi cabeza dio en el suelo. Cuando abrí los ojos no vi nada. Empecé a gritar: “¡Me quedé ciega!” Oí las risas de mis compañeros y les pedí: “No se burlen, no veo”. Hasta que uno de ellos me informó: Yolanda, ¡se fue la luz!”.