Para comprender la historia de resistencia compartida de este pueblo es preciso remitirse hasta las islas del norte sudamericano, donde se encuentran las raíces étnicas de su comunidad. Ubicados en un inicio en la isla de San Vicente y las Granadinas —territorio antes conocido como Yurumein—, la historia garífuna encuentra un importante punto de inflexión con las campañas colonialistas en el Caribe del siglo XVII.
De acuerdo con la investigación La Nación Garífuna en Centroamérica y el Caribe, elaborada por la plataforma latinoamericana Museo del Mundo, durante las campañas coloniales en el Caribe surgieron disputas entre franceses e ingleses por el dominio de las islas al norte de Sudamérica. Estas invasiones y enfrentamientos desencadenaron desplazamientos forzados de la población originaria, así como algunas campañas de exterminio a muchas de las que se quedaron en el territorio.
En ese contexto, la investigación apunta que los ingleses continuaron con su dominio, por lo que la organización fue básica para que entre los llamados caribes y la población cimarrona que había naufragado pudiera surgir.
El estudio en mención también cuenta que la mayoría de los africanos sobrevivientes del naufragio en las costas de Yurumein debieron proceder de Nigeria, Costa de Oro —actual Ghana—, Congo y Dahomey —actual Benín—; y “quienes al tener un enemigo común con los caribes, unificaron fuerzas para reafirmar su resistencia anticolonialista en la isla”. De este mestizaje surgiría con el paso del tiempo el llamado grupo garífuna.
La resistencia de los ancestros de esta comunidad se reforzó en gran medida hasta 1795, cuando el líder Joseph Satuyé fue derrotado por la dominación inglesa. Ante lo ocurrido, los garífunas huyeron de la isla de San Vicente en un exilio que los llevaría hasta Punta Gorda en la isla de Roatán, Honduras, en 1797.
Ese momento marcó la llegada del pueblo garífuna a Centroamérica. Con la urgencia de poder garantizar su supervivencia, los líderes que llegaron a Honduras tuvieron que negociar con la Corona española la posibilidad de su asentamiento.
De este modo se establecieron en la costa y dieron vida a una historia que comenzó con el trabajo agrícola en la plantación de yuca —sostenida por las mujeres— y el servicio militar —en el caso de los hombres—. Estos trabajos les asegurarían, además, la confianza de la Corona y su sociedad.
Por ello, los garífunas en la actualidad reivindican el hecho de no haber sido esclavizados. Al poco tiempo de haberse radicado en Honduras, varios grupos garífunas empezaron a migrar hacia otros puntos del Caribe centroamericano y llegaron a Nicaragua, Belice y Guatemala durante el siglo XIX, según la investigación publicada por Museo del Mundo.
En Guatemala, los primeros garífunas llegaron en noviembre de 1801. Su arribo se dio en las costas de Izabal. El liderazgo de esta hazaña se le debió a Marcos Sánchez Díaz, quien orientó el viaje hasta Guatemala junto con 150 familias.
Dos siglos después de aquel arribo al país, el Estado de Guatemala estableció el 26 de noviembre como Día Nacional del Pueblo Garífuna, por medio del decreto 83-96, que reconoce oficialmente la existencia del pueblo garífuna desde hace 27 años. No obstante, la comunidad acumula más de un siglo y medio de haberse radicado. La diáspora garífuna ha llegado a nuevos territorios lejos de Izabal, como Escuintla o la capital.
De pie, frente al Caribe
Son muchos los garífunas que están conscientes de su origen africano, lo cual los sitúa como “afrodescendientes”. Aun sin conocer a una persona de Haití, Sandher Mena, de 26 años y originario de Lívingston, Izabal, asegura que haitianos o beliceños también son “hermanos” suyos.
Esta visión familiar ha roto con la idea de una geografía y una identidad estática en el Caribe centroamericano, que además se ha ido ampliando en la configuración comunitaria que prima en Lívingston.
Aunque Sanhder Mena asegura que no se puede hablar de una misma cotidianidad, puesto que todos los días son distintos en el municipio, persiste una narrativa común: las jornadas empiezan con una imagen de los hombres, entre ellos albañiles, marchando hasta sus lugares de trabajo.
Por otro lado, están los que se adentran al mar a las 4 de la madrugada para regresar a las playas, siete horas después, con la pesca del día.
Es en ese momento cuando varias personas se acercan a la costa para adquirir esos frutos del mar caribeño.
“Un gran porcentaje de las mujeres son amas de casa y van en busca de la alimentación. En las noches hay mucho por ver: actividades de distintas poblaciones, y no solo de los garífunas, sino de todas las personas que ya son parte del pueblo”, dice Mena, quien trabaja como coordinador de la Casa de la Cultura en Lívingston.
Si bien este lugar vibra como resultado de una explosiva paleta de colores, formas y ricos elementos biológicos, lo cierto es que su cultura se halla en medio de las complejidades económicas que han supuesto nuevas formas de organización, así como de acciones individuales por parte de los vecinos.
Los esfuerzos por garantizar mejores ingresos económicos han aumentado en los últimos 23 años. Aunque Lívingston fue reconocido por la intensa siembra de alimentos como la yuca o el banano durante los siglos XIX y XX, en la actualidad la economía territorial se reduce a trabajos locales y no de exportación.
Una gran parte del dinero que generan los garífunas proviene de fuera del territorio costeño. Un hecho histórico que se relaciona con esto es recordado por Sandher Mena y ocurrió en el 2000, cuando tuvo lugar una migración masiva desde Lívingston, por la falta de empleo en el municipio y también en el país.
“El ingreso económico de la población ha ido disminuyendo. Antes de la industrialización, con el trabajo que se llevaba a cabo para la United Fruit Company, en los setenta, nos manejábamos por trueque: el pescador le daba cierta cantidad de pescado al agricultor, y este le entregaba bananos, plátanos o coco”, explica.
Las consecuencias en la comunidad por el traslape económico es algo que el escritor e investigador garífuna Elmer Mauricio Enríquez Bermúdez, de 42 años, también reconoce en Lívingston.
“Las cosas han cambiado. Como garífunas no manejamos un potencial económico. Trabajamos para salvaguardar la economía porque somos resignados. Nos enseñaron que un día puede que tengamos para comer, pero otro no. Es por eso que muchos han decidido migrar”, asegura Enríquez Bermúdez, en alusión a los garífunas que se han ido a Estados Unidos o a la ciudad de Guatemala para explorar nuevas fuentes de trabajo.
Agrega que ahora algunos empleos vinculados a la tecnología son comunes en la zona. En su caso, ha encontrado una forma de subsistencia a través de la comunicación de hechos relacionados con la comunidad y los divulga en redes sociales.
Por otro lado, la gastronomía es otro de los emprendimientos productivos para atraer economía a Lívingston. Sandher Mena cuenta que hay organizaciones orientadas al empoderamiento con perspectiva de género, así como también iniciativas que procuran ayuda en temas de salud y el fortalecimiento político comunitario.
Además, los espacios de formación turística para trabajar en cruceros se van abriendo, junto con proyectos que emergen para regular y evitar la migración de los residentes a otras latitudes. Más allá de las posibilidades económicas, estos esfuerzos brindan la posibilidad de dar un nuevo sentido al autorreconocimiento cultural en la nación garífuna en Guatemala.
Sandher Mena considera que de creer más en las capacidades de garífunas que han destacado en áreas como el deporte, muchos no buscarían migrar, ya que tendrían un lugar al cual siempre regresar.
Esto sería un escenario hipotético, pues son muchos los talentos que no han recibido un apoyo económico estatal y menos local, por lo que han debido buscar nuevas opciones en otras ciudades o países. En el “peor de los casos”, varios no regresan al deporte o a la comunidad.
Raíces extendidas
Para expandir los lazos de identidad dentro de la comunidad garífuna ha sido necesario seguir pensando y transformando el idioma hasta posicionarlo como un terreno de lucha. Proyectos como Garífuna Sunday o la propia Casa de la Cultura trabajan para acercar a nuevas generaciones con la lectoescritura y la traducción de textos en garífuna.
Bermúdez señala que a pesar de estar vinculado a un territorio garífuna, el idioma ha tenido que esquivar la falta de interés o el racismo.
“Es algo que se ha perdido. Hace décadas, de 1989 para atrás, tuvimos un problema en las escuelas porque no permitían que los niños habláramos el idioma natal. Como muchos de los maestros o empleados venían de la capital no entendían lo que hablábamos, nos decían que no podíamos hablar garífuna. Solo se podía afuera y atrás del portón de la escuela, el trabajo o las iglesias. Esto contribuyó a una discriminación por el idioma”, refiere.
El garífuna surge de una fusión del francés, el inglés e idiomas caribeños. De acuerdo con Enríquez, la estructura lingüística está compuesta en un 45 por ciento de palabras que provienen de la lengua arahuaca, un 25 por ciento de la lengua caribe, un 15 por ciento del francés, un 10 por ciento del inglés y un 5 por ciento del español.
Para el entrevistado, desatender la riqueza del idioma garífuna supone un gran riesgo. “Sin idioma no seríamos nada. Pasaríamos a ser como cualquier persona de la sociedad civil, sin saber de nuestra cultura. Estamos en lucha por la permanencia del idioma”, remarca.
Como resultado de esta crítica, Enríquez ha desarrollado iniciativas para insistir en el aprendizaje del idioma en Lívingston. Una de ellas ha sido la escritura de un diccionario trilingüe con más de 600 páginas, en el cual explica el significado de conceptos que saltan del garífuna al inglés y el español.
Apunta que la gestión propia de los espacios culturales resulta cada vez más una necesidad en Lívingston. En ese marco, junto a su familia ha impulsado un centro cultural para la enseñanza del idioma, así como de gastronomía e historia local.
La Academia Garífuna Enríquez comenzó a funcionar en mayo último y se espera que pueda contar con un pequeño museo en el que se exhiban objetos del pueblo que él ha resguardado durante los últimos años.
Otros proyectos como la residencia artística Luba Isieni, que abrió sus puertas en el 2018, se han desarrollado para facilitar intercambios entre artistas e investigadores de otros lugares con la identidad de la costa garífuna en Guatemala.
A través de espacios para aprender más sobre el idioma, la danza, la música o las artes visuales, el proyecto también busca un apoyo económico frente a los locales que difunden dichos conocimientos.
También se puede hablar de iniciativas efímeras, como el denominado taller Imaginar el fuego de la memoria, el cual consistió en una serie de espacios para la formación en vídeo y fotografía.
El proyecto fue desarrollado por la Cooperación Española y la fundación colombiana Vist, y llegó a Colombia, Bolivia, Panamá, Uruguay y Guatemala, con el propósito de ubicar comunidades afrodescendientes donde se pudieran compartir herramientas para la narración propia a través de imágenes.
En Lívingston, la actividad se llevó a cabo a lo largo de 10 días y contó con la producción de campo de Víctor Ellington, artista originario del municipio. El realizador, de 30 años, nació en dicho municipio, pero durante los últimos 23 vive en la capital.
Aunque cada año visita la costa caribeña donde se encuentra el resto de sus familiares, Ellington expresa que durante su crecimiento, reconocer su identidad fuera de su comunidad de origen fue una tarea compleja de comprender.
“Para mí el reto fue darme cuenta que era el único distinto en un salón de clase o en la escuela, cuando se suponía que estaba en un país pluricultural. Siempre trataba de adaptarme, por un espíritu de supervivencia. De pequeño sufrí acoso, pero no pensaba mucho en qué significaba, pues no tenía ese tipo de malicia. Eso al final me generó una resistencia, porque fui aprendiendo a vivir con esa lucha”, añade, quien más allá de la incomodidad por sentirse “diferente”, con los años fue tomando conciencia de lo mucho que puede afectar la falta de información sobre otras identidades culturales en el país.
Estas consideraciones le han permitido sortear los muros al sentirse inspirado por otros nombres garífunas que se hicieron un lugar en la capital. Entre estos, Mario Ellington, su tío, el músico Said Palacios o la modelo Keyla Bermúdez, a quien el joven artista recuerda como una de las primeras personas que creyó en su potencial en ese campo.
Fue Bermúdez quien hace 10 años lo convenció para asistir a su primer casting. En la Escuela Superior de Arte de la Universidad de San Carlos de Guatemala, Ellington comenzó a explorar otros lenguajes estéticos, como la fotografía.
Fue así como el proyecto Imaginar el fuego de la memoria se convirtió en un vehículo idóneo para observar los cambios de sus raíces. “Este proyecto nos permitió reconectar. Logré entrevistar a mi abuela y fotografiar a varios familiares que tienen una historia. De ahí se han ido desencadenando otras cosas”, comparte.
Sabores heredados
Una de las maneras más potentes para desafiar los límites puede ser a través de la ingesta y degustación de comida. Para la vecina de Lívingston, Diana Martínez
Leiva de Franzua, esto ha sido un hecho desde su juventud cuando aprendió
a cocinar en casa.
“Este conocimiento se transmite de nuestra madre hacia nosotros en la cultura garífuna. El aprendizaje no es tanto oral, sino que se enseña con lo visual”, manifiesta. Este aprendizaje la llevaría a abrir, junto con su madre e hija, el restaurante Las tres garífunas, donde desde hace 15 años busca celebrar y reivindicar la comida caribeña.
En la herencia del conocimiento visual Diana agrega que es importante prestar
atención a los “toques” o los valores agregados de la preparación culinaria. “Después, cada quien va aportando su sazón y el gusto a su manera”, menciona.
Asimismo, comparte que muchos de los platillos en esta zona costera tienen como
ingredientes principales el plátano, el coco y los frutos del mar. Entre los platillos tradicionales por excelencia destaca la machuca, un puré de plátano verde maduro servido junto a una sopa de coco y pescado.
Otros platillos del lugar son el tapado, el “rice and beans”, las fritas de banano
verde o los tamales, que pueden ser con banano, coco o maíz. Muchos de estos se preparan en ceremonias ancestrales.
“La gastronomía es una de las bases para preservar la cultura garífuna, ya que este es nuestro alimento y con él vamos creciendo”, indica. Dice que ha tenido la oportunidad de recibir en su restaurante a extranjeros y turistas, así como a
medios de comunicación, incluso de Francia.
“A través del paladar uno siempre se lleva buenos recuerdos. Y eso es lo que quiero transmitir a los comensales, tanto nacionales como extranjeros, para que se lleven un buen recuerdo en su paladar de la cultura garífuna”, comparte.
Este compromiso por el reconocimiento a través del sabor lleva a Diana a insistir
en la resistencia de su identidad. De acuerdo con la cocinera, “día a día es un reto
mantener la cultura a través de la gastronomía, en especial porque estamos
en tiempos difíciles en la economía como un negocio familiar”.
No obstante, además de interpretarlo como una extensión del paladar, la comida
también es un punto de encuentro entre el pasado y el futuro. Entre los planes de las propietarias de Las Tres garífunas está iniciar espacios de formación para que los niños y adolescentes de la comunidad se interesen en preservar la gastronomía
local.
“Tengo un poco de Honduras, un poco de Guatemala y un poco de Belice en mi sangre. Esto me hace ser una auténtica garífuna. Y si estamos acá es para llevar la cultura hasta la muerte”, puntualiza.
Sustrato espiritual
Juan Carlos Sánchez Álvarez, de 56 años, es una de las voces más respetadas de Lívingston. Su conocimiento y su lugar como mensajero de los ancestros le ha permitido reivindicar la importancia de la vida espiritual en la nación garífuna del país.
En el libro Palabra(s) de ounagülei(s) La espiritualidad garífuna de Livingston, Guatemala, Sánchez Álvarez expone que la espiritualidad en el Caribe guatemalteco mantiene una atención dirigida hacia la unidad.
“Es la que le da forma completa a este círculo espiritual, representada por la Madre Tierra”, subraya. En la publicación, señala que ejercicios espirituales como las juntas, coordinación ceremonial, búsqueda de linaje, cantos y purificación también se orientan a la búsqueda de la libertad.
“Nuestra espiritualidad propone desarrollar el sentido pleno, una visión elevada, separando el bien del mal. (…) Propone entender que la trascendencia no proviene de aspirar a otro mundo sino de estar en plenitud con los espíritus de nuestros ancestros”, puntualiza.
A propósito de este universo espiritual, comenta que el chugú y el dügü están entre las dinámicas ceremoniales de mayor peso en la cultura garífuna.
El chugú refiere a un proceso de “ancestralización” para que el espíritu de una persona fallecida pueda convertirse en un espíritu protector. Este se celebra en un lapso de 12 horas hasta los dos días, a partir de cualquier viernes. En él se incluyen formas y elementos sincréticos.
Por otro lado, el dügü se concibe como un culto a los ancestros cuya duración oscila entre una y dos semanas. Sánchez Álvarez explica que en esta dinámica destaca la ofrenda de comida.
La orientación de este ritual se dirige alrededor de la familia y contempla a miembros de todas las edades. “La finalidad es la unión. Para que exista una ceremonia, es importante que la familia esté unida”, enfatiza.
Si se consideran las diferentes ceremonias garífunas —entre ellas el malí, un importante ritual de ofrenda con canto, tambor y danza dentro del chugú o el dügü—, asegura que la espiritualidad, así como la identidad de los garífunas, es un sustrato que al estimularse y compartirse proporciona la verdadera subsistencia, “en amor con la naturaleza y el todo”.