Feria de Agosto, de Jocotenango o de la Asunción son casi sinónimos para quienes se dan cita en la avenida Simeón Cañas alguno de los 10 días que dura la fiesta. Pero esos términos ya se relacionaban en 1690, tanto en los documentos oficiales como en las crónicas, y más tarde en la literatura propiamente dicha, convirtiéndose en un pintoresco tópico para los escritores.
Cuadros de costumbres
José Milla y Vidaurre (1822–1882), uno de los más reconocidos narradores guatemaltecos, plasmó en el libro Cuadro de costumbres un vernáculo repaso de la feria. Cuenta al inicio del texto que acudió un 15 de agosto, probablemente de 1862, al campo de la festividad como un observador perspicaz, lo que tuvo como resultado la descripción del ambiente cotidiano y particular.
“Millares de pitos de Patzún soplados por vigorosos alientos infantiles, producen un ruido infernal capaz de romper los tímpanos menos delicados”.
Además, describió la avenida cual pasarela de lujo, por la cual “damas elegantes cabalgando briosos alazanes, pasan y vuelven a pasar de un punto a otro sin saber por qué ni para qué, a no ser para tener el gusto de ver y más aún la satisfacción de que las vean”.
Criticó la exageración de la crinolina o armazón de metal para el vestido femenino, y mencionó el agua loja, las tunas de Panajachel, las camuesas de Totonicapán, la chancaca y las nueces de Momostenango.
Milla contrastó la elegancia de los asistentes que lucían blanquísimos guantes y los rústicos regateos por ganado, con la alegría de los niños y las camorras de los jóvenes. “Gran concurrencia, mucho rocín, mucho coche, calor insoportable, figuras estrambóticas y elegantes, animales que se venden y que no se venden, polvo, confusión, mucho ruido y pocas nueces, esto es, poco más o menos, la feria de Jocotenango”.
La pluma del cubano José Martí, quien estuvo en el país en 1877, también se vio ocupada en describir esta fiesta en su libro Guatemala. “( ) pero más allá brilla al sol el humilde Jocotenango, lugar de ciruelas, (…) con su valle tapizado de carruajes, con su feria de ganado, donde el caballo chiapaneco piafa, el novillo hondureño corre, el cerdo imbécil gruñe, bala la linda oveja”.
El escritor sucumbió, además, por la gastronomía. “…pepián suculento, el ecléctico fiambre, picadísimo chojín, pican allí los chiles mexicanos, y la humilde cerveza se codea con excelentes vinos graves. Hace de postres un rosario cuyas cuentas de pintada paja encubren delicada rapadura. ( ) y, en Jocotenango, ¿quién no gusta los jugosos jocotillos, rivales de la fresca tuna?
Época liberal
Los gobiernos liberales tuvieron injerencia en el barrio (zona 2), por lo que a partir de 1871 se hicieron cambios que buscaban acrecentar el comercio en la feria, para lo cual la Sociedad Zootécnica importó toros Durman y Devón. Se instauraron carreras hípicas y jaripeos, para lo que se construyó el Hipódromo del Sur.
Justo Rufino Barrios, sin embargo, ordenó que se edificara otro en el norte e incorporó el pueblo a la capital en 1879. Esas actividades constituyeron la principal diversión para las clases altas durante varios años.
El periodista, historiador y escritor Ramón A. Salazar en el texto Tiempo viejo (1896) describió las golosinas que aún hoy se venden en la feria. “De Amatitlán: pepitoria, chancacas y colación, alborotos, niguas y dulces de azúcares clarificadas y teñidas con colores inofensivos; figurando animales de las más diversas especies; de San Martín Jilotepeque las rapaduritas en forma de rosarios, envueltas en hojas de maíz teñidas de los más diversos tintes, con los cuales era de moda adornar el pecho de los caballos o de los mismos jinetes, que se les atravesaban de izquierda a derecha y con los cuales iban algunos tan contentos y satisfechos”.
En el tiempo de Manuel Estrada Cabrera (1898-1920), los juegos de azar eran parte común de la feria. Se colocó alumbrado público en el barrio y se construyeron bellas residencias.
Lázaro Chacón (1926-1930) nacionalizó esta celebración en 1928 e instituyó como días principales el 13, 14 y 15 de agosto.
Pero justo en esta fecha hubo serias pugnas entre vecinos y vendedores, por el espacio. Para resolverlo se formaron comités que, además, buscaron rescatarla de la decadencia.
El general Jorge Ubico Castañeda (1931-1944) revitalizó la feria agostina promoviendo exposiciones pecuarias y premios a los mejores artesanos en distintas ramas. Además, de 1937 a 1943, se edificó la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción, donde se venera a la virgen hasta hoy.
Los gobiernos de la Revolución de Octubre (1944-1954) le dieron un carácter mucho más popular y organizaron exposiciones agrícolas, ganaderas, así como corridas de toros.
El cronista de la Ciudad, Miguel Álvarez, relata en el texto Andanzas de la Nía Chabela (1980) cómo toda la actividad comercial y mundana de la feria se combinaba con la fe. “( ) La Nía Chabe tomaba camino para la iglesia Nuestra Señora de la Asunción de Jocotenango para rezar, entonaba alabados con su aguda voz, la cual salía de lo más profundo del corazón. Posteriormente los indígenas organizaban el rezado con la imagen de la Virgen de la Asunción —llamada Virgen de los Indios—, recorría las calles del pueblo entre pólvora y loas”.
En las crónicas
Antes de que la literatura se constituyera formalmente, fue la crónica el recurso que se utilizó para registrar los acontecimientos no solo históricos sino narrativos. Uno de los primeros ejemplos es la crónica escrita por el militar criollo Antonio de Fuentes y Guzmán, en Recordación Florida, en la cual denomina a Jocotenango como un barrio de la antigua capital del reino en donde se celebraba una fiesta en honor de María. Este se encontraba al oeste de la cabecera de Jocotenango, actual Ruta Nacional 14 de por medio, entre las fincas Las Victorias, Buena Vista, San Isidro y La Azotea.
Era un “pueblo de indios”, conformado, según el historiador Luis Luján en el libro Guía de Antigua Guatemala (1981) por descendientes de aquellos que vinieron desde lo que hoy es México apoyando a las tropas invasoras. En cambio, a criterio de Fuentes y Guzmán, habría sido fundado por el mismo Pedro de Alvarado en un terreno de su propiedad donde vivían los indígenas cedidos como servidumbre por el señor de Utatlán. Lo resaltante es que aquellos pobladores estaban libres de tributo según cédula real y el pueblo era próspero.
Pedro Cortés y Larraz, arzobispo de Guatemala (1767-1779), cita en su Descripción gráfico-moral de la diócesis de Goatemala que los indígenas llegaban desde muchas partes del reino en convites, dependiendo del género de sus productos, que podían ser tejidos, jarcia, especias, jícaras y frutas y los exhibían sobre mesas de pino en las que se procuraban la sombra con petates. Además, era motivo para que tanto las autoridades peninsulares como criollos distinguidos desfilaran con sus mejores galas. La fiesta se celebraba del 14 al 31 de agosto.
También venían los “guachibales, con los que se hacían engaños y reuniones para practicar ritos idólatras”, afirma el prelado. Al respecto, Fuentes y Guzmán explica que esta práctica corresponde al santo de cada familia, que algunas veces también era representado por un animal, ataviado con plumas y alzado en un anda decorada como una selva.
A pesar de que estas imágenes eran parte de un culto privado y ostentoso, también participaban del día de la patrona.
Pero Santiago de los Caballeros de Goatemala no sobreviviría como capital del reino ante la furia de la naturaleza. El 29 de julio de 1773, la gente corría alarmada oyendo tañer violentamente las campanas y buscando refugio del agua que corría a torrentes mientras las construcciones se desmoronaban.
La ciudad fue considerada pérdida total y las juntas generales y el Consejo de Indias resolvieron el traslado al Valle de La Ermita.
Pero algunos se quedaron, entre ellos la mayoría de los pobladores de Jocotenango. Avecindarlos en el nuevo barrio, anexado también a la incipiente capital del reino, no fue fácil. La opción fue tomar las imágenes y retablos del antiguo templo de la Asunción y llevarlos al nuevo, en 1776.
Pero la razón de la renuencia de los indígenas no era tan simple y podría haberse basado, más bien, en el hecho de que al cambiar de residencia pasarían a servidumbre, pues debían construir la ciudad y las casas de los principales sin paga, según datos de la investigación de Ofelia Columba Déleon Meléndez, recopilados en el tomo de Tradiciones Guatemaltecas, titulado La feria de Jocotenango en la ciudad de Guatemala: Una aproximación histórica y etnográfica, del Instituto de Estudios Folclóricos de la Usac.
Nueva etapa
Fue hasta 1801, cuando la ciudad ya prosperaba, que volvió a celebrarse la feria en el área de Jocotenango. El Archivo General de la Nación conserva un mapa de la capital datado en 1842 en el que ya se observa la ciudad con sus 13 cantones y un barrio aledaño, Jocotenango.
En esa época surgieron las primeras quejas de los vecinos, por la extensión del área de la feria, así como por el ruido que producía.
Domingo Juarros, religioso con vocación de historiador, retrató su versión de la actividad en su Compendio de la historia de la Ciudad de Guatemala (1809), describiendo una feria de caballos, mulas y muchas mercancías a la que concurría gran número de gentes.
El cronista de la Ciudad, Miguel Álvarez, agrega que negociar el ganado era una prioridad para las clases privilegiadas, pues era una de las principales actividades económicas del país, y por lo tanto, la feria la tomaba como razón principal.
El escritor Antonio Batres Jáuregui (1847-1929) recuerda añorados pasajes de su infancia generados por sus vivencias en el barrio y la celebración de la feria, que era “centro de ventas y recreo social”.
Describió que sus habitantes eran unos mil 500, albañiles los hombres, y chichiguas o nodrizas las mujeres, la sencilla iglesia, y la plaza donde se imponía una gran ceiba.
“En el humilde templo figuraba una colosal escultura labrada en cedro y traída de La Antigua Guatemala, representando al Eterno Padre, en legendaria efigie de milagrosa fama, pero de ningún gusto estético. Creo que la tosca imagen aún se conserva en San Sebastián. Los indios jocotecos deben haber encontrado en la monumental escultura mucho de lo primitivo de sus abruptos ídolos”, comenta.
Nunca en la feria, aun desde Milla, se han dejado de escuchar las frases que brotan de la idiosincrasia guatemalteca: “Más hubo el año pasado”, “todo ha estado carísimo”, “esto ha estado desierto”, “pensé que no iba a ver un traje como el mío y he visto seis”, “mucha gente”, “jamás olvidaré este día”, que contrastan en el tiempo con las citadas por Déleon: “Pase adelante amorcito”, “¿qué va a querer chula”, “reina, tenemos mesas”; todas ellas parte de la tradición guatemalteca de agosto.