Próximo a cumplir 70 años, Ramírez Amaya está catalogado por la crítica como uno de los más talentosos dibujantes de Guatemala. Prolífico y audaz en el trazo, ha trabajado dibujo, pintura, caricatura, escultura y, recientemente, ha incursionado en el uso de técnicas digitales.
A continuación, parte de una conversación sostenida con el artista, en la que comparte anécdotas, hace una retrospectiva del arte y analiza a artistas nacionales e internacionales.
La charla tuvo lugar en el restaurante Fu Lu Sho, en el Paseo de la Sexta Avenida, en donde se le cataloga como cliente preferente. De las paredes de este negocio cuelgan obras suyas.
¿Ha cambiado su forma de ver la vida con el paso de los años?
Nunca voy a dejar de ser rebelde. Del Instituto Adolfo V. Hall pasé a la Escuela Politécnica, luego a la Escuela de Artes Plásticas y a la Facultad de Arquitectura. Después renuncié a todo eso para seguir siendo rebelde.
Tuvo una formación militar. ¿Cuándo surgió su gusto por el dibujo?
Desde niño. Tenía una tía que impartía clases en el colegio María Minera, frente a la iglesia de Yurrita. Cuando tenía como 4 o 5 años, ella me contaba que tenía una alumna que dibujaba muy bien. Se trataba de Magda Eunice Sánchez. Cuando ingresé en la Facultad de Arquitectura, la primera persona que conocí fue precisamente a aquella alumna de mi tía, a Magda.
El artista nace. Es mentira que se va formando, aunque sí es cierto que se va puliendo o se sublima en el camino. Lo mejor que he hecho ha sido haber entrado en la Escuela de Artes Plásticas.
Pero se retiró muy pronto.
Era muy mala, igual que la Politécnica y la Facultad de Arquitectura. El que no tiene capacidad de desarrollo que siga al rebaño. Uno de los borregos lleva al cencerro y todos lo siguen.
¿Quiénes fueron sus maestros en la Escuela de Artes Plásticas?
Imagínese, a Manolo Gallardo, Roberto Cabrera, Roberto González Goyri, Max Saravia Gual y otros. Fui la confrontación de dos generaciones. Soy posterior a ellos. Los de la Generación de 1940 me aceptaron como un niño malcriado que había que aguantarlo, pero me querían mucho. Aprendí de ellos en las cantinas.
¿Ese aprendizaje fue bueno?
Ese era el lenguaje que necesitaba. Imagínese, llego a la Escuela de Artes recién salido de la Politécnica, aunque siempre había pintado. Nunca imaginé lo que era un artista. Nací con la idea familiar de que iba a ser presidente. Todos mis compañeros en el Adolfo V. Hall y la Politécnica teníamos esa idea. Estábamos dispuestos a matarnos por eso. Entonces, en la escuela militar descubrí que los castrences no eran lo que yo pensaba. Me decepcioné mucho.
¿Su aprendizaje ha sido autodidacta o tiene referentes?
Sería injusto decir que no. Lo descubrí en la Revolución Mexicana, con José Clemente Orozco. Todo el movimiento español, desde Francisco de Goya, Diego Velázquez y Francisco Ribera Gómez. A los renacentistas italianos. Pero la academia del arte moderno es Pablo Picasso. El artista que diga que no lo conoce es porque está en gallo.
¿Cuál es su visión del arte conceptual?
¿Recuerda a Marcel Duchamp? En 1910, más o menos, alguna fábrica empezó a hacer inodoros de cerámica. Él hizo La Fuente y un rastrillo. Allí nace el arte conceptual, y allí murió. Él no lo llamó así. ¿Qué hacen ahora queriendo inventar el agua azucarada? No estoy en contra del arte conceptual, sino de los conceptualistas.
Imagínese que hace unos cuatro o cinco años el grupo La Torana se retiró de la Facultad de Arquitectura. Los vi nacer con entusiasmo… Observé cierta influencia de mi trabajo en ellos, lo cual no me ofendió, ni me ofende; al contrario, es la manera de crear tradición o secuencia. Picasso quiso ser un Cezanne y descubrió el Cubismo.
A usted se le sigue admirando como el mejor dibujante de Guatemala.
No es cierto. Ahí está Rodolfo Abularach.
Pero los conocedores de arte admiran la calidad de sus líneas.
Hago las líneas temblando, para corregir errores.
En qué etapa se encuentra hoy.
En la última, la de la muerte. Voy a cumplir 70 años. No hay que pretender más de la cuenta.
¿Qué refleja la serie La noche en la ventana de allá arriba?
Ahora me he enfocado en el trabajo digital, de posibilidades infinitas. De este dibujo —muestra uno— hay como 50 versiones. Tomo detalles de distintos trabajos y los uno. Al final imprimo dos pruebas.
¿Tiene una rutina de trabajo?
Dibujo de noche y pinto de día. La escultura tiene una bonita característica, se trabaja con proyectos y le encargo a alguien que los elabore. Yo solo le doy los toques finales.
Hay quienes consideran que usted es una mezcla de talento creativo con una función autodestructiva.
No sé. Me quejo de algo que no debería, pues la vida me dio un privilegio que no se lo da a cualquiera y debería vivir feliz. Pero me entristece ese entorno tan dramático y decadente. Mantengo un saborcito feo.
Según los críticos, su mejor época fue en los años de 1970 a 1980. ¿O es que lo mejor está por venir?
Es válido. Hay estereotipos. A lo mejor, no sé si lo fui, lo que sé es que he sido muy persistente y consecuente. Toda la vida me he encontrado con cosas que no me gustan de mí mismo, pero a la vez he encontrado cosas mías que me han sorprendido. De esa época, 1970 a 1980, datan mis tres libros. Luego una película y varios proyectos que no sé si los realice.
¿Cuáles son?
Cuando viví en el hotel —Bilbao, zona 1— se quemó uno de mis libros Memorias de un aprendiz de asesino. Es una autobiografía de dibujos con anécdotas extrañas. Intento volverlos a hacer, pero perdieron lo fresco. Al menos quiero hacer las historias.
¿Ha cambiado su temática?
Uno cambia. Las memorias son una autobiografía donde quise hacer una denuncia del narcotráfico y la drogadicción, un testimonio contra dictadores o la explotación. Vea lo que pasa con los niños migrantes —llora—. ¡Qué vergüenza! ¡Qué injusto! Se queda en el tintero mucha sangre que debe hablar.
¿Es que el compromiso de los artistas quedó atrás?
—A lo largo de la plática hace una crítica a varios artistas locales e internacionales—. Es de conciencia y de cada quien. Ahora los artistas no pueden quejarse de que no se les promueve y hacen cualquier cosa. ¡Qué va a pasar con todos los dibujantes! Soy duro conmigo mismo y tengo el derecho a serlo con los demás. Hay una joven promesa, Francisco Yoc; pienso que tiene buena técnica. Reconozco que hay cosas muy lindas, pero no hay nada que valga la pena ni que me sorprenda. Ya todo está hecho. Me gané mi lugar. Ellos no han ganado el espacio que creen tener.
¿Pero usted se las dice?
Si me salen huyendo. No esperan que yo se las diga.