Llevó a juicio a los responsables, pero estos lo amenazaron de muerte para que retirara los cargos. Uno de tantos días, un individuo llegó a su oficina y cobardemente le apuntó al pecho con una pistola. No le disparó, pero ya le había dejado la advertencia.
Aquellos días fueron angustiosos y de mucha tensión. El 4 de noviembre, estando al lado de uno de sus hijos, empezó a sentirse mal; se desmayó. “Tuve un aneurisma cerebral y quedé ciego, mudo y con parálisis de piernas y brazos”, cuenta. “En ese momento, en mi mente, clamé a Dios para que no me dejara morir”, narra.
Luego de pasar dos semanas en la sala de cuidados intensivos de un hospital privado, le permitieron regresar a casa, aunque sin haberse recuperado. “Siempre le pedí a Jesús que no me dejara inválido”, recuerda.
El 19 de diciembre lo operaron. Tres días después, poco a poco, empezó a ver, a hablar y a moverse. Fue entonces que dijo: “Señor, me has regalado vida de nuevo; de ahora en adelante voy a trabajar para ti”.
Cierta vez fue a visitar a un conocido que tuvo un accidente cerebrovascular, con quien pasó varias horas conversando. Así, sin querer, había descubierto su nueva misión: visitar, ayudar y dar ánimo a los enfermos. “Creo que he asistido a más de 120 personas”, refiere.
Montenegro, además, colabora con tres asilos de ancianos. “Les canto alabanzas, boleros, rancheras; les cuento chistes, platico o bailo con ellos”, comenta. También ha donado bastones, andadores o sillas de ruedas.
“Antes enviaba dinero a los enfermos, pedía que les entregaran flores y les mandaba mis saludos; sin embargo, después de mi situación, voy con ellos, porque no hay nada mejor que el contacto humano”, dice.
Sin embargo, para hacer todo esto ha debido dar un paso trascendental: perdonar a sus enemigos. “Solo así, uno se puede recuperar”, afirma.