Vientos de diciembre
Llegábamos a El Trébol a las 6 de la mañana. Era una locura de buses que descargaban bultos y los cargadores los llevaban a puro mecapal. Mi padre extendía un plástico para la mercadería. Nos sentábamos en medio se esos bultos, gritábamos para vender. Me hacía tantas preguntas: ¿por qué nosotros no teníamos esas posibilidades como esas personas que se estacionaban con carros de lujo y compraban con billetes grandes? Otros regateaban como si nuestro trabajo no valiera nada. Los cohetes estallaban, había música.
Terminábamos la venta: mi padre llevaba una lista y una pita con nudos que era la medida para comprar ropas para mis hermanos. Algo en las pacas, que empezaban entonces, y unas playeras en el mercado. Les dábamos vuelta a esos bultos tirados en el suelo, porque éramos varios hermanos.
Yo anhelaba una chumpa de cuero, pero al final me compraron un sudadero que parecía poncho y unos zapatos grandotes; sin embargo, me sentía alegre, porque solo tenía botas de hule. Llenábamos el costal de ropa vieja, que sentíamos nueva.
Mi padre entraba en una cantina y se echaba unos tragos. Hablaba en español, aunque casi no podía pronunciar bien. Después almorzábamos en aquellas casetas de madera. Caldo. Delicioso.
A las 3 de la tarde pasaba el mismo bus para nuestra aldea: Chimimachicaj, Patzún, Chimaltenango. Parecía un escarabajo, pero era el único que había. Me gustaba tanto ese día porque mi papá platicaba conmigo como si fuéramos amigos. Bromeábamos, me daba consejos. “Cuando seas grandes quiero que sigás con este negocio” —me decía y me abrazaba—. Me platicaba de su vida, de su juventud, de la pobreza, de los maltratos que sufrió con patronos inescrupulosos. También de los días del conflicto armado. Como que la Navidad traía de vuelta aquellas tristezas acumuladas en su corazón y rodaban lágrimas en sus mejillas. Llegábamos a las 6 de la tarde a la aldea. Mis hermanos nos esperaban a la orilla del camino, con esa ilusión de “estrenar” ropa nueva. El viento seguía moviendo las milpas y levantaba una polvazón. Comprábamos un paquetito de cohetes para toda la noche. Era una Navidad alegre y triste a la vez, que ahora parece de un mundo aparte. Mi padre aún llora al recordarla.