CON NOMBRE PROPIO
Verano por Semana Santa
Todo pueblo tiene su cultura y así se nutren las expresiones religiosas. Si en vez de españoles hubieran venido holandeses o ingleses, la mayoría seríamos protestantes y quizás ni estaríamos de “feriado”, o por ejemplo, si tuviéramos la suerte de Trinidad y Tobago, templos hindús o mezquitas construidas por musulmanes serían parte del paisaje.
Las procesiones son la expresión más significativa de nuestra religiosidad y aunque existan sectas e iglesias con reuniones de alabanza en grandes lugares, la expresión de la época se da por medio de las cientos de desfiles en todo el país.
Poco importa si se es o no católico, las procesiones como son expresión religiosa son también una tradición cultural y por eso quienes las presenciamos somos de cualquier credo y nacionalidad, sin embargo, sí debemos reparar en que así como para quien carga existe un acto de devoción y penitencia, en la lógica del espectáculo que desarrollamos se ha perdido hasta el más elemental sentido común de respeto. El Domingo de Ramos, cuando fieles hacían una alfombra para que pasara Jesús Nazareno de los Milagros de la Iglesia de San José en la zona 1, un conductor (aún pendiente de captura) lanzó su vehículo para destruir la obra y atropelló a quienes la armaban, pero lo peor de todo es que, con base en la “libertad de locomoción”, hay quienes hasta justifican en redes este espanto.
Una manifestación religiosa es una manifestación religiosa, y esto no es ninguna perogrullada. Detrás de cada quien existe una razón para continuarla y para vivirla, es un acto íntimo o un acto sagrado.
En lo personal crecí en un hogar “pirujo”, pero de la mano de mi abuela y mi papá (con la resistencia habitual de mi mamá) recorrimos todas las procesiones que pudimos, vimos alfombras, guirnaldas en ventanas, comimos empanadas y hasta aprendí a saborear el bacalao, vimos la pasión en vivo en Huehuetenango, los Santos Entierros de San Nicolás en Xela o los de la Escuela de Cristo y San Felipe en la Antigua, y por supuesto, buscábamos El Calvario, la “Reco” y Santo Domingo por acá, pero aunque no seamos de domingo de misa, el respeto a la devoción siempre está latente y así seguimos, a veces, con los Miércoles del Padre Eterno en San Sebastián que fomentaba mi abuela o los octubres en Santo Domingo de mi mamá, quien es la primera fan de San Antonio.
Caer en la cultura del espectáculo como hemos aterrizado y como bien lo describió Mario Vargas Llosa en un ensayo publicado hace unos años a muchos nos hizo perder el norte o la esencia. Hay cientos de espectadores que lo mismo esperan de una procesión religiosa que de un desfile de septiembre, del convite de cualquier época o del Árbol Gallo.
Los mensajes de consumo por los cuales nos han atosigado han conseguido que hasta excluyamos el “Verano” (de 4 días) de la Semana Santa y así se obvien los momentos de fe y respeto, y esto es complicado para una sociedad que tiende a la represión de la idea ajena y no compartida, como a diario vemos ejemplos.
No se trata de renunciar al descanso, la playa o los viajes, sino simplemente saber y conocer que los momentos de penitencia y reflexión deben respetarse y poco importa si se es judío, musulmán, evangélico o ateo, porque para cualquiera el ejemplo y la palabra de Cristo con su significado es uno y se resume en cuatro simples letras: amor.
Sin amor nada en la vida vale la pena, no hay que darle tantas vueltas al asunto y con fe o sin fe amar es acto de humanidad. La duda es si queremos ser más humanos.