PRESTO NON TROPPO
Una pequeña memoria, un gran recuerdo
Plantado en el medio del escenario, frente a los cientos de personas que repletaban el aforo del salón, me dispuse a tocar las tres piezas, bastante cortas, que habíamos preparado para la ocasión. El grupo musical con el que iba a actuar tenía dos integrantes nada más, si es que se le podía llamar “grupo” a ese dueto de violonchelo y piano. Asustado por lo nutrido de la concurrencia, alcé más de lo normal el atril con mis partituras y lo coloqué muy cerca, con tal de no divisar a los espectadores. Al concluir la breve intervención, apenas saludé de prisa y con apremio me retiré hacia la parte posterior del tablado. Recuerdo la amable ovación; pero, presa de los nervios, ni siquiera volteé a ver al auditorio.
Hará 50 años de aquel momento. Carajillo de jugar carritos y trocitos, fue la primera vez que experimenté la indescriptible emoción de comunicarme con tanta gente a un mismo tiempo, por intermedio de un metalenguaje –si se me permite la apropiación de este término– que es parte integral de la humanidad desde sus albores, la música. Era una velada artística del colegio en el que cursaba el primer año de la escuela primaria y el público consistía, naturalmente, en familiares y amistades de los alumnos, a más del cuerpo docente de ese centro escolar. Sin embargo, ninguno de mis padres se encontraba entre ellos. Por una parte, mi papá, a 9 mil kilómetros de distancia, estudiaba una maestría en administración educativa gracias a una beca otorgada por el gobierno del Reino Unido; él ya había hecho su parte para asegurar mi participación, cuando había empezado, hacía unos meses, a instruirme en la ejecución del instrumento que se ha vuelto inseparable compañero de vida desde hace medio siglo. Por la otra parte, mi mamá, a un par de metros de distancia, sobre el escenario; ella fue mi pianista acompañante en ese rito de iniciación y mi “maestra en jefe” durante la ausencia de su esposo, mientras él completaba sus estudios de posgrado.
La inversión familiar tuvo su rendimiento. Al año siguiente regresaba mi padre. Viéndose obligado a renunciar al establecimiento donde no se apreciaba su trabajo como profesor de música, fundó la Sinfónica Juvenil de Guatemala en 1970, anticipado a iniciativas en todo el resto de América Latina. En el transcurso de una década y sin apoyo institucional, con esta orquesta de jóvenes nos presentamos en todo nuestra nación, en Centroamérica, en México y en dos giras a los Estados Unidos, cuando el sueño de sinfónicas juveniles guatemaltecas no era más que eso: un sueño. Ya en la secundaria, con dos compañeros del colegio sentaríamos las bases para la banda de rock con la que recién cumplimos 39 años de crear música y actuar en esos mismos países que he mencionado. Simultáneamente, durante la década de 1980, con mi señora madre y con un entrañable amigo de universidad pasaríamos a formar un trío de violín, violonchelo y piano, que preparó el camino para fundar un cuarteto de cuerdas. Son más de 26 años de labor sin interrupción orientados a poner en valor la música de Guatemala, con el Cuarteto Contemporáneo.
El sendero ha estado repleto de aventuras, satisfactoria la abrumadora mayoría de ellas. Sería tedioso para el amable lector e imposible de condensar en este espacio, la extraordinaria variedad y cualidad de tantos acontecimientos relacionados con la composición, la producción, la investigación y la interpretación musical a lo largo de diez lustros; en escena y… fuera de ella; con todos los recursos deseables… o sin más que lo estrictamente imprescindible. Y todo esto, desde una lejana tarde que hoy me tomo la libertad de evocar, como una memoria mínima.
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