PRESTO NON TROPPO
Un concierto desde el Tercer Mundo
Con la Gran Sala del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias colmada de público, la Sinfónica Nacional de Guatemala se apuntó un hito en la historia cultural al ofrecer el estreno guatemalteco de la “Sinfonía desde el Tercer Mundo” de Joaquín Orellana, el pasado jueves 27. La obra había recibido su estreno absoluto un año antes en Atenas, Grecia. En esta ocasión, el director nuevamente fue el maestro Julio Santos Campos, cuya acertada capacidad al frente de la orquesta, una marimba doble, tres coros invitados y un extenso ensamble de “útiles sonoros”, aseguró el éxito de una obra compleja y singular dentro de todo el repertorio latinoamericano.
Resulta francamente desconcertante que, a pesar de esta evidencia y tantas otras, todavía haya quien piense que la presentación de música nacional contemporánea deba estar sujeta a especulación y que las autoridades correspondientes duden en otorgarle un respaldo material y logístico muchísimo más amplio a la composición, interpretación, registro y continuada difusión pública de nuestra música actual. El caso de este autor es significativo cuando, próximo a cumplir 88 años de edad, ha tenido que esperar tanto tiempo para ver realizada una de sus principales contribuciones a la producción simbólica guatemalteca.
Es de indicar que a la pieza en sí, Orellana le confiere un carácter compendioso, antes que innovador, con respecto a sus creaciones anteriores. Quienes conocen a cierta profundidad sus obras habrán notado la inclusión de una porción sustancial de “Ramajes de una marimba imaginaria” (1990) como parte central de la sinfonía, a modo de puente entre la sección inicial —evocadora del expresionismo europeo de su época de estudiante— y la tercera, en que la orquesta sinfónica desaparece y cede por completo su protagonismo a las voces y a la utilería sonora, fruto también de la inventiva orellanesca. La referencia a sus antecedentes se complementa con la citas de “Imposible a la X” (1980) intercaladas en la sinfonía. Junto con nuevos aportes tales como el “Son de la Muerte” y las rituales intervenciones fonéticas del coro, nos recuerda su compromiso permanente con las realidades que se viven en las calles y montañas de estos países —tal como lo señala el doctor Gerardo Meza en su libro más reciente acerca del maestro—. Así, conforme avanza la sinfonía, Orellana metafóricamente supera a “Imbervalt”, aquella aldea que nos arrastra y nos mantiene en una adolescencia cultural, social, económica y política.
Curiosamente —y, de seguro, sin que nadie lo hubiera premeditado—, esa aldea se proyectó en el armado del programa, con la inveterada Luna de Xelajú y otras cuatro melodías antañonas muy fuera de propósito —además del interminable protocolo—, y ocupó toda la primera mitad de la velada. Danzas que los músicos no danzan, desde una aldea conceptual y sin contexto. Si a eso agregamos la amplificación —innecesaria y fragmentaria— que se ha vuelto hábito en estos conciertos sinfónicos, se produce un gran desequilibrio auditivo. De pronto se oye más el acompañamiento de dos instrumentos de viento, que la línea principal en la sección de violines. De pronto aumenta parcialmente el sonido de la marimba, desfigurando la imagen sonora del ensamble. De pronto, el coro suena más que toda la sección de bronces. De pronto se ven, pero no se escuchan determinados útiles sonoros, porque son otros los que cuentan con un micrófono… Era un concierto sinfónico. Desde un tercer mundo, es verdad, pero con música de un primer mundo.
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