PUNTO DE ENCUENTRO
Son migrantes, no delincuentes
Miles de centroamericanos, todos los días, deciden salir de sus países huyendo de la violencia y la miseria. Lo hacen solos, en pequeños grupos, acompañados de sus hijos o, como los hondureños, en caravana. Según explican, ir juntos evita —de alguna manera— los peligros de la travesía y les permite prescindir de los coyotes, que les exigen enormes sumas de dinero, que además no tienen.
Solos o acompañados, las razones que les obligan a migrar son las mismas: violencia, pobreza extrema y falta de oportunidades. No tienen nada qué perder, porque nunca han tenido nada o porque les han quitado todo. Entonces arriesgan lo único que les queda, la vida, para ver si logran —en otra tierra— una oportunidad de sobrevivir.
Cada vez afrontan peores condiciones durante el viaje. En la última década, cientos de migrantes fueron víctimas de explotación sexual y laboral de las redes de trata que operan entre México y Centroamérica. Cientos más murieron a manos de traficantes que les dejaron abandonados en el desierto o encerrados en un camión y miles acabaron presos en cárceles de los Estados Unidos o fueron deportados.
Para darnos una idea de la magnitud del fenómeno de la migración, basta examinar algunas cifras. Según un reporte de la Oficina de Aduanas y “Protección” Fronteriza de los EE. UU. (las comillas son mías), los migrantes guatemaltecos detenidos, entre octubre 2017 y septiembre 2018, fueron 72 mil 728. Entre ellos, 22 mil 327 niñas y niños no acompañados. La Dirección General de Migración de Guatemala reporta, además, entre el 1 de enero y el 10 de octubre de 2018, 32 mil 392 deportaciones desde México.
Aun así el éxodo continúa, porque por ahí, en un golpe de suerte, logran atravesar la frontera y conseguir un trabajo que les permita lo que en sus países nunca tendrán: alimento, educación para sus hijos, medicinas para el pariente enfermo y un lugar decente donde dormir. Quizá hasta les quede un poquito y junten para no pasarla tan mal en la vejez.
La paradoja está en que el dinero que envían no solamente resulta ser la tabla de salvación para su familia, sino para los países que les expulsaron. Las remesas son a estas alturas un pilar de la economía local y constituyen uno de los principales rubros de ingreso de divisas. De acuerdo con el Banco de Guatemala, en 2017, se recibieron 8 mil 192 millones de dólares (60 mil 130 millones de quetzales) en remesas familiares, lo que representa el 11% del Producto Interno Bruto (PIB) de nuestro país.
Y si las cosas están mal, estarían peor si no fuera por las y los migrantes. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO por sus siglas en inglés, más de US$1 mil 700 millones en remesas se utilizan en Guatemala para la compra de alimentos, lo que evita que haya más personas con hambre. (La Hora, 20/10/18).
Aún así, estos gobiernos de chambones y corruptos, los criminalizan, los persiguen, los encierran y les echan gases lacrimógenos para hacerle el trabajo sucio a los gringos y a su xenófobo presidente.
Se olvidan estos personajes que migrar es un derecho y que el estatus migratorio de una persona no implica —de manera alguna— la violación a sus derechos. Al contrario, los estados están obligados a garantizar el respeto a la dignidad de las personas migrantes y a identificar las necesidades de protección; no al revés.
No se resuelve el problema atacando los efectos, sino eliminando las causas estructurales que lo originan. Eso y dejar de votar a políticos ineptos, corruptos y negligentes, que no hacen más que agravar la situación.
@MarielosMonzon