ALEPH
Por la democracia que queremos
Ha de ser muy difícil ser un buen juez o una buena jueza en la Guatemala de hoy. Parece que quienes intentan ser independientes, profesionales y justos en el paraíso de la impunidad y la corrupción son castigados. Pienso en las innumerables presiones de políticos y empresarios corruptos o de narcotraficantes, por ejemplo, para manipular la ley a su antojo y según sus particulares intereses. Imagino a los operadores de esta gente haciendo el trabajo sucio: amenazas directas a jueces, requerimientos de información sensible sobre el personal y vehículos asignados a una judicatura, infiltración de “orejas” en el lugar de trabajo de los juzgadores, pérdida de expedientes en casos sensibles, manipulación estratégica de cámaras en salas de audiencia, obstaculización de procesos de justicia al impedir que las salas estén a disposición cuando se necesitan, entre mucho más. Desgastante.
Se habla hasta la saciedad en Guatemala del imperio de la ley (Rule of Law) o del estado de Derecho. En teoría, uno de los pilares fundamentales de una democracia y uno de los grandes aportes del sistema político anglosajón al mundo. La idea que lo sustenta es la defensa de la seguridad jurídica y de las libertades de toda persona frente a interferencias de terceros, incluidas arbitrariedades y caprichos de la clase gobernante o de grupos de poder. Esa seguridad jurídica se refiere, entonces, a la certeza de que cada una y cada uno de nosotros, nuestras familias, nuestras pertenencias y nuestros derechos están protegidos por las diferentes leyes que deben ser aplicadas y cumplidas en nuestro país. Si no fuera así, el sistema jurídico tendría que responder inmediatamente y poner todo en orden. En teoría, otra vez.
En este marco entre lo real y lo ideal, los jueces juegan un papel determinante y tienen una alta responsabilidad. A ellos y ellas les son confiados la vida, el honor y los bienes de la ciudadanía que están obligados a proteger cuando emiten un fallo judicial. Ellos no crean el derecho, lo aplican; y al tener el honor de administrar justicia, se espera que lo hagan desde sus calidades éticas y profesionales, no desde la influencia que ejercen personas o grupos de poder malintencionados. Si esto no sucede y el poder recae en quien lo usa mal, no solo habrá un uso desmedido y malintencionado de ese inmenso poder (“Después de Dios, yo”), sino que se perderá la confianza ciudadana en la justicia. Un juez debe ser “solo” un juez, y no dejarse presionar ni política ni económicamente por nadie. Lo que pasa es que acá las amenazas llegan hasta a sus familias, y eso genera miedo porque también son humanos.
Por todo lo anterior, valoramos que juezas y jueces independientes y calificados apliquen la justicia en Guatemala. E indigna leer frases como la de la jueza de Mayor Riesgo D, Éricka Aifán, cuando dice “Sin insumos, sin sala de audiencias, sin personal, temporadas que he trabajado solo con el apoyo de la secretaria, las jornadas a veces han iniciado a las 5.30 horas y terminado a altas horas de la madrugada” (PL, 1/06/2018). Ella lleva casos como Chico Dólar, Odebrecht, Caja de Pandora, Comisiones Paralelas y Migración, Caso Bitkov, Construcción y Corrupción, y todas sus decisiones judiciales están basadas en la Constitución Política de la República y las leyes guatemaltecas. Los “castigos” para ella han sido múltiples; desde los nombrados en el primer párrafo de este artículo hasta las denuncias ante el Tribunal de (des)honor del Colegio de Abogados y las supervisiones preventivas ordenadas de oficio por el supervisor general del OJ, mecanismo que usa el pacto de corrupción para coptar los tribunales.
Estamos con las juezas y los jueces probos, independientes, que no vacían al estado de Derecho de contenido. Porque aunque Guatemala sea hoy solo una democracia formal, estamos apuntando más allá, hacia una democracia real.
cescobarsarti@gmail.com