AL GRANO
Políticos, funcionarios y el bien común
Hay muchas definiciones de “bien común”. Unas tienen carácter condicional, otras no. Entre estas últimas está la que define el bien común como todo aquello que beneficie a la mayor parte, punto. No hay condiciones ni límites. Entre dos opciones “alfa” y “beta”, si la primera beneficia a la mayor parte del conjunto, es “alfa” la que debe adoptarse.
Empero, puede que “alfa” sea lo que más beneficie a la mayor parte hoy, pero dentro de un mes, o diez años, no sea beneficiosa para la mayor parte. Es más, puede que “alfa”, con el paso de cierto tiempo, llegue a ser peor para todos. También puede que “alfa” sea la mejor opción para la mayor parte, pero a costa de que ciertos individuos pierdan parte de sus bienes, de su libertad o de sus derechos. ¿Sigue siendo entonces “alfa” la opción preferible?
Algunos opinan que no. Yo creo que el bien común es aquello que beneficia a la mayor parte en el largo plazo, sin privar a nadie, que esté en la minoría, de su dignidad y derechos. Esta es una definición condicional.
Pero, independientemente de la definición de “bien común” que a cada ciudadano parezca mejor sustentada, lo cierto es que los ciudadanos votan para llevar a un grupo de políticos al poder, que a su vez nombran o eligen a ciertos funcionarios para que, todos ellos en conjunto, procuren realizar el bien común.
Si uno supone que ese bien común, en relación con cualquier cosa, por ejemplo, aumentar los aranceles de importación del “quank”, coincide o se alinea con los intereses de los funcionarios que les toca decidir ese aumento, pues ¡enhorabuena! Esos funcionarios tendrán un doble interés para adoptar esa medida. Empero, supongamos que no sea así, que una industria manufacturera de quank le ha dado una generosa contribución al partido político al que pertenecen esos políticos. Ahora la cosa se ha complicado. ¿A quién van a favorecer los funcionarios? ¿A la mayor parte del conglomerado social o a sus generosos aportantes?
Eso depende, además, de los escrúpulos de los funcionarios, por supuesto. Pero, el problema objetivo sigue ahí y por eso es necesario que los potenciales conflictos de interés “se transparenten”. Por eso es necesario que, en este ejemplo, las contribuciones y los que las dan sean públicas.
Aun así, ¿cómo se enteran los ciudadanos, que no usan su tiempo para mirar los registros del TSE sobre contribuciones a los partidos y los cientos de decisiones que toma un gobierno? Para eso, precisamente, está la prensa independiente. Para meter las narices en todo y, si algo huele mal o, simplemente, tiene relevancia pública, para informarlo.
El legislador, por medio del derecho público, debe, principalmente, colocar al lado de cada conjunto de facultades que otorga a un funcionario, unos controles y unos “órganos de contralor”, pero la sociedad civil y los ciudadanos deben poder enterarse de lo que pasa, porque son ellos los que votan. Y para enterarlos de lo que pasa está la prensa independiente.
Una reflexión final: no solamente debe presumirse de los particulares que obran por interés propio, sino también de los funcionarios y de los políticos. Por eso, por ejemplo, no debe ser el Gobierno —el partido o coalición oficial— el que negocie, sólo, con los sindicatos. Esto es una receta, infalible, contra el bien común. La Ley debiera exigir que los partidos de oposición intervengan en esas negociaciones, por medio de una comisión o de delegados.
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