PLUMA INVITADA
¿Trump es un representante o un accidente de la historia?
En las novelas de la Serie de la Fundación, de Isaac Asimov, “un psicohistoriador” de un imperio galáctico remoto encuentra una manera de predecir el futuro con tanta precisión que puede prever tanto la caída del imperio como la forma en que esa civilización puede reconstruirse laboriosamente. Esto le permite pensar en un proyecto —la “fundación” del título— capaz de sobrevivir mucho tiempo después de su muerte, con mensajes periódicos a sus herederos en los que siempre muestra un conocimiento previo de los retos y las crisis a las que se enfrentarán.
Hasta que un día fracasa este conocimiento previo porque entra en escena un personaje inherentemente impredecible: la Mula, un Napoleón de la política galáctica, cuya aparición fue difícil prever incluso para el psicohistoriador debido a que se trata de un mutante, literalmente, bendecido con el poder de la telepatía por una especie de alteración genética.
Donald Trump no es un mutante telépata (eso supongo, aunque los verificadores de datos siguen trabajando), pero los debates acerca de cómo enfrentar su desafío al sistema político estadounidense giran en torno, en parte, a qué tanto se cree que se parece a la Mula de Asimov.
¿Había una cronología más normal, convencional y aparentemente estable en la política del siglo XXI de la que Trump, con su singular combinación de celebridad de prensa sensacionalista, carisma de telerrealidad, desfachatez personal e intuición demagógica, de alguna manera nos alejó?
¿O tal vez Trump es solo una manifestación estadounidense de las tendencias que han revivido el nacionalismo en todo el mundo, justamente el tipo de personaje que una “psicohistoria” de nuestra era habría previsto? De ser así, ¿es probable que los intentos por encontrar algún mecanismo de eliminación de las élites solo intensifiquen las contradicciones que produjeron el trumpismo para empezar, lo que ampliaría el remolino y traería a la bestia salvaje con mucha mayor rapidez?
En este debate, prácticamente me he cambiado de bando. En los inicios de la presidencia de Trump, yo era un apologista de las maquinaciones de la élite: quería la unidad del partido contra su candidatura en las elecciones primarias, una rebelión de convención contra su nombramiento, incluso la opción de la vigesimoquinta enmienda cuando al principio parecía superado por su cargo de presidente.
Sin embargo, después de cierto momento, me convencí de que estos intentos no solo eran en vano, sino contraproducentes. En parte, esto reflejaba consideraciones estratégicas: ya había pasado el momento indicado para una resistencia interna unificada y el frente unido de las instituciones de la élite había fracasado de manera espectacular para evitar que Trump llegara a la Casa Blanca. En parte, esto reflejaba mi idea de que la política de “resistencia” estaba llevando a las instituciones liberales a las profundidades de su propio tipo de paranoia y conspiracionismo.
' Casi puedo ver el futuro regreso a la normalidad que algunos de sus defensores parecen estar imaginando.
Ross Douthat
Pero, sobre todo, mi cambio fue producto de la lectura de nuestros tiempos como cada vez más irremediablemente populistas, permanentemente trumpistas en cierto sentido, con conflictos ineludibles entre las facciones internas y externas, los institucionalistas y los rebeldes, conflictos que parecía que tenderían a empeorar mientras los juegos de poder internos siguieran consolidando la creencia populista de que nunca se les permitirá gobernar de verdad a los de afuera.
No obstante, este cambio no significa que yo sea inmune a los argumentos que siguen retratando a Trump como alguien singular, como la Mula, con una capacidad para el caos que no puede igualar ningún otro populista. Esta singularidad puede verse en el fracaso de diversos candidatos republicanos que han tratado de imitar su estilo. Además, es razonable dudar que otro populista hubiera sido capaz de ir tan lejos hasta llegar al vergonzoso 6 de enero de 2021, o que hubiera podido inspirar a tantos seguidores.
Así que, por mucho que me parezca tan poco convincente el caso judicial de la descalificación según la decimocuarta enmienda, casi puedo ver el futuro regreso a la normalidad que algunos de sus defensores parecen estar imaginando.
Empecemos con una decisión 7 a 2, quizás redactada por Brett Kavanaugh, que descalifique la candidatura de Trump. Después habría gran vociferación e ira que se desarrollaría y se resolvería principalmente en internet. Luego llegaría una sensación de alivio para los funcionarios republicanos que pasarían a unas elecciones primarias de Nikki Haley contra Ron DeSantis. Posteriormente, surgirían diversas opciones de terceros partidos y pseudosaboteadores con el respaldo de Trump, pero fracasarían. Después, sería muy posible que tuviéramos una presidencia de DeSantis o de Haley, en la que la lealtad partidista uniría a los republicanos con su nuevo dirigente y un Trump envejecido finalmente se apagaría.
A los partidarios de la descalificación les concedo que, teóricamente, tal escenario es posible. Por supuesto que algunas versiones de este me parecerían totalmente deseables (en una columna posterior plantearé mis temores acerca de una presidencia de Haley).
Pero lo que yo les preguntaría es si después de haber pasado por los últimos ocho años de la política, no solo estadounidense sino global, ¿en realidad les parece probable que se recupere la normalidad a través de este tipo de recurso, una orden judicial que millones de estadounidenses de inmediato calificarían como la actuación gubernamental más ilegítima que han visto en su vida?
¿Qué probabilidades creen que tendrían los futuros historiadores de que, al reflexionar sobre las tormentas de nuestra república de la manera en la que ahora reflexionamos sobre la antigua Roma, recuerden tal acción como el momento en que las aguas empezaron a sosegarse?
A diferencia de lo que parece mucho más probable: que con el tiempo traería una nueva escalada populista, una división cada vez más profunda y no paz, sino espadas.