Opinión: El ecocidio: un arma contra el cambio climático
Los salvajes incendios y las lluvias bíblicas de los últimos meses no son cíclicos ni normales. Esa es una de las conclusiones de un panel de especialistas en cambio climático vinculado con la Organización de las Naciones Unidas, que nos recuerda que el calentamiento global es un hecho irrefutable. El documento es concluyente sobre la responsabilidad humana.
El cambio climático es “la crisis que define nuestra época”. No solo constituye una realidad física y metereológica, también es cultural y lingüística. Por eso hay que acompañar la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero con una nueva cultura de nuestra relación con el planeta. Si queremos que se produzca un cambio global, necesitamos construir un nuevo lenguaje a la altura de la emergencia planetaria. Un lenguaje que se apoye en textos con poder judicial, es decir, en leyes.
En junio se presentó el resultado del trabajo de otro grupo de expertos internacionales. Su objetivo es tipificar un nuevo delito contra la humanidad: el ecocidio. Aunque el concepto exista desde la guerra de Vietnam, es ahora cuando tiene al fin serias opciones de ser incorporado al Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, junto con los de crímenes de guerra y contra la humanidad o el de genocidio. De esa manera, los ataques ilícitos y arbitrarios contra el medioambiente serían castigados mediante los mismos mecanismos que actualmente juzgan las masacres étnicas o los bombardeos contra población civil.
Entre 1915 —con los asesinatos masivos de ciudadanos armenios perpetrados en el seno del Imperio Otomano— y 1995 —cuando cerca de 8 mil bosnios musulmanes fueron asesinados por los serbios de Bosnia en Srebrenica—, el siglo XX estuvo marcado por sucesivos genocidios, con el gran exterminio nazi en su centro infame. Si no queremos que este siglo que todavía comienza sea el del ecocidio constante, es necesario que impongamos las palabras y las leyes que puedan contribuir a evitarlo.
Eso es lo que impulsa la asociación Stop Ecocide y el equipo de juristas liderado por el británico Philippe Sands y la senegalesa Dior Fall Sow. Para presentar su causa utilizaron una fecha simbólica: noviembre de 2020, el 75 aniversario del inicio de los Juicios de Núremberg, en los que se juzgaron a los criminales de guerra nazi tras la Segunda Guerra Mundial.
El libro Calle Este-Oeste —traducido a veinte idiomas— del propio Sands está siendo fundamental para que conozcamos los cambios profundos del derecho internacional después de las atrocidades cometidas por Alemania a mediados del siglo pasado. El autor, que ha intervenido en juicios del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y de la Corte Internacional Penal de La Haya, como el del dictador chileno Augusto Pinochet o el de la guerra de los Balcanes, se remonta a las raíces de su práctica jurídica. Es decir, a la historia de cómo dos profesores judíos de derecho, Rafael Lemkin y Hersch Lauterpacht, cuyas familias fueron asesinadas por los nazis, lograron —respectivamente— que a partir de 1945 existieran dos nuevos delitos: el de genocidio y el de crímenes contra la humanidad.
Sands cita a Lemkin: “Los nuevos conceptos requieren términos nuevos”. Las palabras engendran realidad. Y lo hacen con mayor contundencia si cuentan con el respaldo de la ley.
Pero los nuevos términos y los nuevos conceptos no solo afectan a seres humanos. En la parte final de la exposición Ciencia fricción —que se puede visitar en estos momentos en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona—, encontramos un gran mural que recoge cómo se avanza en todo el mundo hacia la protección jurídica de “especies animales y vegetales, así como ríos, montañas, valles o ecosistemas”, no por su utilidad para los humanos, sino “por su valor intrínseco”.
Así, la orangutana Sandra fue reconocida “persona no humana” en 2015 por la justicia argentina y de este modo adquirió derechos fundamentales y pudo abandonar el zoológico de Buenos Aires y mudarse a una reserva natural; y el río Whanganui, un par de años más tarde, fue declarado persona jurídica en Nueva Zelanda.
La artista española Clara Montoya ha explicado que el río Whanganui forma parte de la familia de la comunidad maorí que lo habita en la instalación Tú, del Centre del Carme de Cultura Contemporània de Valencia. A 250 kilómetros de allí, el Mar Menor de Murcia está viendo cómo la contaminación masacra a sus peces y crustáceos. Antes de que sea demasiado tarde, se están recogiendo firmas para convertir el ecosistema en persona jurídica. Tanto sus defensores como la prensa se están refiriendo a la catástrofe como ecocidio.
Incorporar ese delito al derecho internacional, al tiempo que se protegen jurídicamente a las criaturas y los espacios naturales, es una estrategia prometedora para intentar calmar la violencia del nuevo orden climático y para catalizar la conciencia global respecto a nuestra responsabilidad sobre esos deshielos e incendios que se han vuelto cotidianos.
Pero tan o más importante que la existencia de las leyes es su cumplimiento. Los Juicios de Núremberg no evitaron el genocidio en Camboya de los años setenta, en Ruanda durante los noventa ni en Birmania hace solo cinco años. Muchas constituciones nacionales hablan de la importancia del medioambiente, pero sigue predominando en todos los países del mundo la idea de que la naturaleza es una fuente de recursos industriales. Por eso urge incluir la ecología en esos documentos esenciales, como ya se ha hecho en los programas escolares.
Las nuevas palabras y las nuevas leyes solo tendrán sentido si provocan tiempos realmente nuevos. Necesitamos cambios acelerados y radicales.