EDITORIAL
Persiste deuda con la agenda de la paz
La ausencia de guerra no equivale a una paz automática y Guatemala puede dar testimonio de ello, pues a 21 años de la firma de los acuerdos de paz prevalece un sentimiento de frustración porque mucho de lo plasmado en esos documentos se mantiene en letra muerta y persisten varias de las situaciones que originaron una de las mayores tragedias nacionales.
Hoy, la mayoría de guatemaltecos no tiene conciencia de lo que significó esa larga confrontación que desgarró al país, produjo un número inconcebible de víctimas y dividió a la población, desarraigando a miles de compatriotas, muchos de los cuales siguen fuera del país, debido a las mismas condiciones prevalecientes o porque el Estado ha sido incapaz de garantizar su retorno.
Así como esa guerra es una vaga referencia para millones de compatriotas, también lo es la paz, porque pese al esfuerzo de las partes firmantes, de la comunidad internacional y de ciudadanos notables que se involucraron para poner fin a ese drama, hoy existen nuevos flagelos que también causan espanto, por el número de víctimas, como es la inseguridad.
Los sucesivos gobiernos se han encargado de burlar e incumplir en buena medida esos consensos y han dado escaso cumplimiento a demandas ineludibles, pero es en materia de desarrollo social donde más se han entrampado las decisiones y persiste una postura reacia al cumplimiento de consensos concretos, como el combate de la impunidad o el fortalecimiento de los derechos humanos.
Solo en este último punto debe recordarse el reciente dislate del presidente Jimmy Morales cuando en una muestra de imprudencia se atrevió a preguntarle a los periodistas si en Guatemala había alguien que se ocupara de velar por los derechos humanos. Una frase que más que mofarse de quien no es afín a las medidas gubernamentales deja mal parado al mandatario, quien muestra su escasa comprensión en la materia.
En el combate de la impunidad ocurre algo parecido, Guatemala sigue estando entre los países donde la falta de aplicación de la justicia nos coloca entre las últimas posiciones, y aunque en los últimos años el sistema de persecución penal se ha fortalecido, persiste una actitud festinada por cambiar esa situación, como reducirle impulso al Ministerio Público, o como el bochorno de 107 diputados que osaron promulgar decretos a favor de la impunidad.
El mismo beneficiado por el proceso de firmar la paz y signatario de los históricos acuerdos, Álvaro Arzú, declaraba hace apenas cuatro meses que así como había firmado la paz, también podía hacer la guerra, en una clara muestra de estulticia y frustración ante señalamientos de haber financiado de manera ilícita su campaña electoral y de haber malversado recursos públicos.
Uno de los mayores logros de los acuerdos de paz fue la creación de un ente que se encargara de desmantelar las estructuras ilegales o clandestinas en los aparatos de seguridad del Estado y, paradójicamente, hoy esa oficina (Cicig) es una de las más vilipendiadas por los resultados obtenidos; por cierto, poco tiene que ver con la seguridad, sino más bien con el ataque a quienes han incurrido en un inmoral festín con los recursos públicos.