ALEPH
#Paro20S: una segunda independencia
Mientras escribía este artículo el 19 de septiembre, me daba cuenta de las ganas que tenía de que llegara el 20; quería que amaneciera, porque estaba la sensación de que nos esperaba la historia. Jugando un poco más con el tiempo, me fui hasta aquel 15 de septiembre de 1821, cuando se firmó el Acta de Independencia en Guatemala, llamada también Acta de Soberanía.
Más allá de lo anecdótico aprendido en la escuela primaria, son muchos los historiadores que coinciden en señalar que nuestra independencia de España respondió esencialmente a intereses económicos de una élite urbana y criolla, que no quería pagar más impuestos a la “Madre Patria”, pero sí sostener el orden colonial. Traigo acá, de nuevo, un fragmento de la primera parte del Acta, que dice lo siguiente: “…oído el clamor de Viva la Independencia que repetía de continuo el pueblo que se veía reunido en la calles, plaza, patio, corredores y antesala de este palacio, se acordó por esta diputación e individuos de Excmo. ayuntamiento: 1. Que siendo la independencia del gobierno español la voluntad general del pueblo de Guatemala, y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el congreso que debe formarse, el Sr. Jefe político la mande publicar para prevenir las consecuencias que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”.
Rescato de ese fragmento las palabras “temibles” y “pueblo”. En nuestro documento fundacional estaba ya el miedo de un pequeño grupo de signatarios, que temía que el mismo pueblo que clamaba la independencia fuera el que la proclamara. Allí está el primer impedimento a nuestra autodeterminación como pueblo. Quizás si entonces no hubiera habido miedo y sí más inteligencia, habríamos hecho de este un lugar digno para todos. Nunca lo sabremos. Ese pequeño grupo independentista, según el mismo documento, estaba integrado por los representantes de la audiencia territorial, la academia, el colegio de abogados y el ayuntamiento, así como el deán y el cabildo eclesiástico, los prelados regulares, jefes y funcionarios públicos.
Inevitable para mí relacionar lo anterior con este septiembre, casi dos siglos después. Mismos protagonistas (casi), mismo temor. Ningún pacto, tanto si es bueno como si es corrupto, se logra sin las elites de siempre: económica, política, religiosa, académica, judicial, militar y, en el siglo XXI, también la mediática. Esas elites han sido miopes hasta hoy; habrían podido entonces y durante los siglos posteriores hacer un plan amplio que incluyera a toda la sociedad y construir un orden para que toda la ciudadanía viviera de manera digna. En lugar de eso, Guatemala perdió territorio y dignidad, y se volvió uno de los países más desiguales, violentos, corruptos e inseguros del mundo. El miedo de entonces obedeció, igual que el miedo de hoy, a perder los privilegios pactados y sostenidos a partir de la exclusión de millones de personas.
Por estos días he escuchado de varias personas que defienden una institucionalidad sin instituciones, que “esto se nos puede ir de las manos”, porque ya la población se está sintiendo “demasiado fortalecida”. Nos estamos repitiendo; la ecuación no ha de ser pueblo contra elites, porque somos todos parte de una sola nación. ¿Quién quiere dictaduras? Muchos de nosotros no; pero sostener la corrupción, la ignorancia y el hambre de muchos, para que pocos sigan teniendo privilegios, no es humano. Y llegamos al 20 de septiembre con tres propósitos: fortalecer el músculo ciudadano, disolver un Congreso corrupto, y sacar a quien ocupa un cargo presidencial que le queda grande. Que sea esta una segunda posibilidad de independencia para una Guatemala distinta.
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