Opinión: Así se destruye la verdad
Las grandes naciones prosperan gracias a la constante actualización de dos grandes reservas de conocimiento. En primer lugar, una reserva de conocimiento derivado de las historias que cada nación relata sobre sí misma.
Esta reserva incluye conocimiento sobre el desarrollo de ese pueblo en particular, los acontecimientos que lo llevaron hasta donde se encuentra ahora, los conflictos prolongados que lo mantienen unido, las cosas que considera admirables y deshonrosas, así como el tipo de mundo que espera construir gracias a la labor de todos.
Este tipo de conocimiento no se reduce a simples datos y hechos. Se trata de un marco moral a través del cual ve el mundo. Homero les enseñó a los antiguos griegos cómo percibir su realidad. El éxodo les mostró a los judíos cómo interpretar sus luchas y su travesía.
En el caso de Estados Unidos, la historia dominante está plagada de personajes distinguidos: Irving Berlin y Woody Guthrie, Aaron Burr y César Chávez, Sojourner Truth y Robert Gould Shaw.
Esta experiencia nacional inspiró a los estadounidenses a compartir la pasión de Walt Whitman por contener el inmenso carnaval de historias, verse reflejados en sus temas y sentirse parte de esa historia.
Tal conocimiento emocional y moral debería darnos un sentido de identidad, cierta sensibilidad hacia los ideales que enarbolamos y un profundo aprecio por los valores que consideramos más importantes: igualdad, prosperidad o libertad. Por último, se trata de historias compartidas; este conocimiento compartido debería llevarnos a descubrir un destino común y un afecto compartido.
La segunda reserva es de conocimiento proposicional. Es el tipo de conocimiento que se adquiere a través de la razón, las pruebas lógicas y el análisis conciso. Parte de este conocimiento es empírico y se establece a partir del uso concienzudo de las pruebas. No, las elecciones de 2020 no fueron un robo. Parte de este conocimiento se concentra en ideas poderosas que pueden debatirse: “La historia de todas las sociedades que ha habido hasta el presente es la historia de las luchas de clases”.
Como señala espléndidamente Jonathan Rauch en su libro “The Constitution of Knowledge”, la adquisición de este tipo de conocimiento también es un proceso colectivo. No se reduce a un grupo de personas que comentan las publicaciones de los demás en internet. Se obtiene a partir de una red de instituciones (universidades, tribunales, editores, sociedades profesionales, medios de comunicación) que se han encargado de establecer un conjunto bien entrelazado de procedimientos para identificar errores, evaluar evidencia y determinar qué proposiciones son satisfactorias.
Son los mismos principios aplicados en el método científico. Rauch enfatiza que, si bien una sola persona puede ser corta de inteligencia, la red en su conjunto es brillante, siempre y cuando todos sus integrantes se apeguen a ciertas reglas: nadie tiene la última palabra (todas las proposiciones pueden ser erróneas), nadie debe declarar ningún tipo de autoridad personal (la veracidad de lo que dices no se determina con base en quién eres, sino en la evidencia), no se vale retraerse en una postura segura (no puedes prohibir una idea solo porque te hace sentir inseguro).
Hoy en día muchos sentimos que Estados Unidos atraviesa una crisis epistemológica. No vemos la misma realidad. Algunos comentan que en general dan por sentado que el problema es de índole intelectual. El sistema que seguimos para producir conocimiento proposicional se está desmoronando. ¿Cómo es posible que esas personas no puedan verificar su propia información?
Pero Donald Trump no tiene carta blanca para decir mentiras solo porque sus seguidores reprobaron el curso básico de epistemología. Se sale con la suya porque cuenta cuentos de desposeimiento con los que muchos de ellos se identifican. Algunos estudiantes de escuelas de élite son críticos e intolerantes no porque les falten habilidades analíticas, sino porque se sienten enredados en un orden moral que se percibe inseguro e injusto.
Problemas como el derrumbe de la confianza o el ascenso de la hostilidad son emocionales, no intelectuales. El verdadero problema radica en nuestro sistema para producir historias compartidas. Si un país pierde la capacidad de relatar historias en las que todos encuentren un lugar honorable, entonces la rabia justificada llevará a las personas a adoptar narrativas tribales capaces de destruirlo.
Los conservadores son en parte culpables por tratar de disfrazar los pasajes vergonzosos de la historia. También lo son en parte los progresistas, por dar una versión tan negativa de la historia que destruye el patriotismo. Sin embargo, la raíz del problema es que no hemos comprendido en qué consiste educar.
“La razón es y solo debe ser esclava de las pasiones”, escribió David Hume. En cuanto comprendemos que los seres humanos somos, en esencia, criaturas movidas por el deseo y no por la razón, nos queda claro que uno de los grandes proyectos de las escuelas y la cultura es educar las pasiones. La tarea es ayudar a las personas a aprender a sentir la indignación debida ante la injusticia, la veneración adecuada ante el sacrificio, el nivel apropiado de orgullo cívico, el afecto oportuno por los demás. Este conocimiento no se comunica a través de hechos, sino a través de experiencias emocionales, a través de historias.
Desde hace algunas décadas nos hemos dedicado a reducir la educación a la mitad. Nos concentramos en la razón y en habilidades relacionadas con el pensamiento crítico, que constituyen el núcleo de la segunda reserva de conocimiento. Nuestra capacidad de contar historias complejas sobre nosotros mismos se ha atrofiado. Me refiero a la capacidad de contar historias en las que personajes de bandos contrarios posean parte de la verdad, historias en las que todos los personajes estén incrustados en el tiempo, en cierto punto de su proceso de crecimiento, historias arraigadas en la complejidad de la vida real y no en el dogma de la abstracción ideológica.
Ahora que observamos a las distintas legislaturas de los estados intentar definir qué historia se enseña y cuál no, y a los simpatizantes de cada bando presentar programas de estudios ideológicos, se desvela ante nuestros ojos cuánto se han corrompido y aturdido nuestras habilidades para contar cuentos históricos.
Por más pasado de moda que suene, hay que decir que Estados Unidos tiene la historia más maravillosa para contar, si tenemos la madurez necesaria para relatarla con honestidad.