ALEPH
Niñez, ignorancia y política
“Si se deja la educación de nuestros hijos en manos del Estado, se corre el peligro de que los padres y madres seamos denunciados o hasta asesinados por ellos. Hay que dejar la educación en manos de la familia”, dijo el diputado. Declaración superficial, parcial y hasta un absurdo racional bajo el que subyace el tema del poder.
Primero, porque el Estado no es solo sinónimo de gobierno, sino la unión de sociedad política y sociedad civil; segundo, porque la concepción de familia hay que leerla en un contexto tan violento como el guatemalteco, donde, además, según la Encovi, un 59.3% de la población vive en pobreza total. El 68% de las personas menores de 18 años viven en hogares que sobreviven en la escasez, y de ellos, un 85% es indígena. Tercero, porque en buena parte del imaginario guatemalteco la familia es un concepto cerrado que privilegia forma sobre fondo. Muchos niños y niñas son infelices en hogares donde hay una familia nuclear (padre, madre y otros hermanos) y muchos son felices en un hogar monoparental, por ejemplo. Por lo tanto, cabría hacer mejores balances antes de hacer juicios tan categóricos.
Necesitamos formar a nuestra niñez, adolescencia y juventud a partir de la participación de todas las instituciones del Estado (recordemos que, en teoría, la familia es la institución fundante de ese Estado, no la única). Eso, sin olvidar reconocer la voz de niños, niñas y adolescentes y fomentar el respeto mutuo. Hasta ahora, la familia ha estado al frente de la educación de los hijos e hijas, y veamos: por un lado, varias familias con todos los recursos e hijos educados pero consentidos, sin interés por Guatemala; por el otro, familias completamente empobrecidas y sin acceso al desarrollo por generaciones, sin tiempo, ni ganas, ni herramientas para educarlos, porque representan una carga. En medio, instituciones como la iglesia, la academia y más, reforzando el orden.
Todo ser humano en formación necesita una combinación de amor y límites. Pero corregir no es golpear; las quemaduras, los ultrajes o los golpes no son formas de corrección. Corregir es poner límites con firmeza y ternura, no usar la violencia. Porque las niñas, los niños y adolescentes son sujetos de derechos, lo cual implica, por supuesto, obligaciones. Hace 27 años, dos muros se derrumbaban en el mundo: el Muro de Berlín, en el viejo continente, y otro menos visible pero de dimensiones oceánicas en una Guatemala que había condenado históricamente a miles de niños, niñas y adolescentes a vivir solo como objetos de corrección o exclusión, y no como sujetos de derechos. La piocha que abrió los agujeros en ese muro hasta derribarlo se llamó: “Convención sobre los derechos de la niñez”.
Tantos años después, ¿qué significa eso para nuestro Estado que hizo las leyes de niñez a partir del criterio de exclusión? ¿Por qué, si todo ha estado en manos de las familias, la inversión directa en niñez y adolescencia en Guatemala es la más baja de América Latina y una de las más bajas del mundo (Q5.7 diarios —US$0.71— por niña, niño o adolescente/ Unicef, nov.2014)?; ¿por qué cada dos horas en el Ministerio Público hay una denuncia de violencia intrafamiliar o sexual contra una niña o un niño? (cantidad que, según Unicef, ha de multiplicarse por 5, debido al subregistro); ¿por qué seguimos siendo la incubadora de tanta juventud criminal y violenta?; ¿por qué 74 mil niñas y adolescentes entre 10 y 14 años quedan embarazadas en un año? Y dentro de todos ¿por qué a las niñas les toca peor?
Hemos fallado y nos toca, juntos, saldar esa deuda. La Comisión del Menor y la Familia en el Congreso ha iniciado un camino importante en este sentido e iremos siguiendo la iniciativa. Lo que nos queda es entender que no somos los adultos el centro del mundo. No se consigue futuro si no se construye presente, ni esperanza con tanto abandono. Ninguna cifra macroeconómica, por muy buena que parezca, puede leerse bien si hay niñas, niños o jóvenes infelices, carentes de ternura, de libertad y paz. Ninguna.