SIN FRONTERAS
Millas y tiempo, una Hysteria generacional
Al entrar a una fiesta de cumpleaños en mi casa familiar, usted notará algo un tanto peculiar. Docto en la música, mi padre, bien podría estar amenizando con un buen repertorio de las fugas de Bach. Si alguien más mundano le pidiera algo más alegre, él, extrañado, después de pensar un rato, le preguntaría ¿Vivaldi? Para suerte e infortunio, así es el hogar donde crecí. En una familia, donde el patrón de medición es la cultura, hablar de música es como para otros será hablar de religión. Melómanos todos, la música clásica es una sangre que nutre el hogar. Pero desde temprana edad supe que, aunque me deleitaba en las joyas clásicas, mi personalidad era un tanto más inquieta, un tanto más activa que la que propone tanto intelecto.
Ante la crítica de los más cultos, pido comprensión. Imagine que de chico, cuando hubiera demandado de un fin de semana aventurado, seguramente me habrían puesto enfrente a Julio Verne. Confieso que adentro de la biblioteca, a menudo, mi vista buscaba la ventana. Y con semejante entorno, esto sin duda, causó conflicto emocional. Hay un momento en que los gustos buscan definirse, y a veces, es inevitable sacudirse de la fuerte estirpe familiar; una estirpe que, en el caso de mi familia y la música –recuerde-, es una religión. Actualmente se sabe ya que en particular, la música, se ciñe íntimamente a cada tipo de personalidad. Al respecto, desde Edimburgo, Adrian North, un profesor universitario ha conducido una extensa investigación. Según dice, “las personas usan la música para definirse a ellas mismas; y también a través de ella se relacionan con otras personas”. Así que la preferencia, en tal sentido, más que una mera afición o decisión, depende de los distintos rasgos de comportamiento que definen el carácter e identidad de una persona.
La fortuna –diría yo, después de mi híbrida experiencia, radica en poder encontrar gozo en una variedad de géneros. Y aunque adelante me dedico a explicar mi trascendencia a través del rock, pido por favor que no se me malinterprete. Pues sin duda me convenzo de que algo grande habrá faltado a quien en su último día expire, por ejemplo, sin haberse permitido admirar en la magnificencia de la Tocata y Fuga de Bach; o dejar lágrima escapar, por la dulzura del Concierto de Violín de Mendelssohn; o admirar la mortalidad, en los lúgubres compases del Réquiem de Mozart. O explorar la fantasía con Gershwin, a través de su Rapsodia en Azul.
En el rock, sin embargo, encontré a un amigo generacional. Un compañero en esa fase personal que buscó la ventana para explorar. Porque sin buscar comparación -que al igual sería absurda-, es latente para mí, que el género moderno provee una adrenalina única para continuar en el camino, a veces a altas horas de la madrugada, para llegar de puerto a puerto. Los grandes del rock de los 70 y 80, definieron a mi generación. Ahora, cuarentones, cuando los escuchamos, los acordes llenos de armonías, melodías y melancolía, aún nos trasladan al drama y glamur que forjaron esa época. Y digo esto en celebración de un long play que marcó nuestra era. Verá que este fin de semana se cumplen 30 años desde que una banda desde Sheffield, en el Reino Unido, nos regalara largas horas de acordes y coros titulados como Hysteria.
A veces siento una cierta traición a los grandes de la música. Pero para eso cito de nuevo a North, quien en su estudio encontró que tanto los aficionados a la música clásica como los del rock, comparten algo en común: ambos buscan lo dramático y lo teatral; comparten un cierto amor hacia aquello que es grandioso. Qué sabio North, en verdad. Y ¿quién diría? La música define las personas que somos. Así que –en acetato o en digital- le invito hoy a buscar su repertorio musical. Y después de echarle una ojeada, pregúntese a usted mismo: ¿Quién soy?
@pepsol