ALEPH
Más allá de las cenizas, siempre la vida
En Guatemala se quemaron 56 niñas y adolescentes un 8 de marzo de 2017. Estaban en un hogar de protección del Estado. Cuarenta y una de ellas murieron y 15 sobrevivieron. Nada más simbólico del país que somos y de las formas que toma la violencia en nuestro territorio hacia las mujeres. Años atrás, El Imparcial, un 14 de julio de 1960, en el pie de foto de portada señalaba: “esta escena de horror, captada después del siniestro, ofrece una dolorosa perspectiva de la magnitud del desastre. En el patio del ala de mujeres, se hacinaban los cadáveres de las dementes que no pudieron salir del encierro”.
En ambos casos, los incendios se dieron en instituciones estatales, y en ambos casos eran instituciones que abrigaban a hombres y mujeres; pero fueron ellas las que murieron más. En un Estado “saludable”, la institucionalización es el ultimísimo de los recursos para un ser humano. La herencia decimonónica de las megainstituciones funciona en sociedades conservadoras que no quieren entre ellas “lo feo”, “lo anormal”, “lo loco”, “lo sucio”, “lo desviado”, “lo miserable”, “lo inútil”. Para eso se crearon esos lugares, casi siempre desde una visión asistencialista y represiva; pero resulta que en Guatemala, las instituciones siguen siendo —en muchos casos— una mejor opción (sino la única) para miles de seres humanos.
Encierro es una palabra opuesta a libertad. Y acá muchas niñas y niños nacen encerrados y mueren igual de viejos. En Guatemala no solo hemos fracasado en erradicar la desnutrición y el analfabetismo, sino que 10 niñas y niños mueren cada 24 horas por causas relacionadas con enfermedades prevenibles (ODN/Ciprodeni). Con violencia, sin comida y sin salud no hay cerebros ni cuerpos despiertos; sin cerebros despiertos, sin educación y respeto profundo no hay seres humanos seguros, ni buen desarrollo ni buen trabajo; sin todo lo anterior, millones de niñas y niños crecen dando vueltas en círculos toda su vida, sin posibilidades de movilidad social. No por acaso Stiglitz, premio Nobel de Economía, señala que “el 90% de los que nacen pobres mueren pobres por más esfuerzo que hagan, el 90% de los que nacen ricos mueren ricos, independientemente de que hagan o no mérito para ello”. Con ello cuestiona de fondo la meritocracia y la teoría del esfuerzo personal.
Vuelvo a las 41 niñas y adolescentes que murieron en el incendio, más las 15 que sobrevivieron. Ante una sociedad tantas veces ignorante, que tuvo voces como “qué bueno que hay 41 mareras menos” luego de esta tragedia en un hogar de protección, hubo también un Estado que las abandonó desde el nacimiento (y antes en los cuerpos de sus padres y sus madres también abandonados en muchos casos). Sin embargo, una pequeña luz de justicia se abrió a partir de las dos sentencias que dignificaron a una de las sobrevivientes, en el marco de la justicia especializada: la del juez Juan Orlando Calderón, quien instruyó al Estado para la restauración de los derechos, no solo de la adolescente, sino de todas las sobrevivientes. Y seguida de esta, la sentencia que corrobora la anterior, dictada desde la Sala Cuarta de Apelaciones, presidida por la magistrada Sonia Doradea Guerra. Luego de un litigio estratégico de Asociación La Alianza (ALA), que fue apoyado en diversos momentos por la PDH y Oacnudh, estos jueces sentaron un precedente en el sistema de protección judicial a niñez y adolescencia.
Hoy, en ALA hay una escultura donada por la artista puertorriqueña Nuni Canals, en memoria de las 56 que padecieron el fuego. Y va por todas: por las que murieron, por las que sobrevivieron al horror, por las que enfrentan cada día violencias inimaginables. La escultura tiene unas alas de resina de cristal que nos recuerdan que, más allá del encierro y las cenizas, persiste la vida.
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