AL GRANO
La reforma del régimen electoral
Del régimen electoral que se formuló para regresar a la democracia, es decir, después de los regímenes transitorios de la Junta Militar, de Ríos Montt y de Mejía Víctores, se ha llegado a una especie de “cartel de partidos”.
Aquel régimen se enfocó, creo yo, en una descentralización del proceso electoral, de manera que fuera casi imposible fraguar un fraude. Los fraudes electorales que se denunciaron y nunca se esclarecieron por la justicia durante la época inmediata anterior pusieron de manifiesto la necesidad de que el sistema se basara en los resultados de las Juntas Receptoras de Votos y no en un proceso de cómputo centralizado que, por tanto, se prestaba para grandes manipulaciones. Eso ha sido, pienso, un acierto.
El régimen de los partidos también se modificó, dándose cabida a esa visión más estructural que sustancial. Quiero decir con ello que, como en la etapa previa, los partidos políticos tendieron al caudillismo, que se consideró como uno de los factores negativos del régimen, en el nuevo marco se formuló entonces una solución estructurada, que hiciera más costoso que algo así ocurriera. De esa suerte se multiplicaron las asambleas obligatorias a diversos niveles y se crearon los órganos de gobierno y de gestión correspondientes.
Pero esto no fue el remedio para el caudillismo ni, según mi apreciación de la realidad, partidos más democráticos o abiertos. Solamente los hizo más caros. En efecto, tanto la organización de la estructura como mantenerla vigente, absorbe recursos cuantiosos. Es verdad, el régimen electoral vigente también trajo la financiación estatal que, como es bien sabido, ha ido en incremento. Y se plantea ahora, una vez más, que aumente.
La vacuna contra fraudes era importante, pero además hacer más accesible la participación ciudadana en la política y, sobre todo, lograr que los partidos fueran, de verdad, representativos de las preferencias ideológicas de sus miembros y sus simpatizantes. En cambio de eso, cuesta más organizar o participar en un partido y las ideologías casi no existen. No en el espectro político partidario.
En cierto modo, los líderes partidarios deben tener, en la actualidad, un atributo fundamental: la capacidad de conseguir fuentes de recursos para mantener la gravosa estructura partidaria y para la financiación de las campañas. Eso de la ideología no interesa. De ahí se deriva, además, que las campañas no sirvan para transmitir propuestas congruentes con la ideología respaldada por cada partido, sino para ofrecer “productos”. No se explica ni se debaten los fundamentos de las propuestas, de qué manera se obtendrán los medios para sufragar todas las cosas prometidas ni, mucho menos, de qué modo todo eso encaja con la ideología del partido.
Y esto es, a mi parecer, crucial. Cuando a un ciudadano sus candidatos favoritos lo convencen de seguir su ideología, la promesa es de largo plazo. No se pide el voto “por esta vez”, se reclama la adhesión estable y reflexiva a un conjunto de principios y valores que forman parte de la “promesa”. El ciudadano asume un compromiso importante en su vida cívico-política. Un compromiso que le da el derecho a exigir de sus líderes políticos coherencia ideológica. Eso no significa fundamentalismos sectarios, pero sí hondas convicciones, reflexión sobre la sociedad políticamente organizada, en una palabra: ciudadanía.